Sumisión

Cruzando los límites

 

Amina había nacido en un pueblecito al norte de Afganistán, pero se marchó muy joven a Islamabad y después a Estados Unidos, donde acabó trabajando en un centro de vigilancia de la CIA que utilizaba drones de gran altitud sobre las áreas tribales de Pakistán. Un día, se enteró por su madre de que una de sus tías había sido secuestrada en el valle de Kalash, uno de los lugares que su departamento espiaba con regularidad. Después de tres años sin cruzar una palabra, su madre le envió un mensaje por WhatsApp pidiéndole ayuda para liberar a su hermana, que trabajaba en la Universidad de Peshawar y estaba haciendo un proyecto de investigación regional cuando fue secuestrada. Un grupo pastún considerado terrorista por los americanos confesó el secuestro en una de sus redes sociales. En contra de la opinión de sus jefes, Amina colgó un vídeo en todos los canales privados de YouTube de las etnias locales, pidiendo la liberación de su tía a cambio de un acuerdo con un responsable de la CIA, que sería ella misma. Hizo la grabación en urdu, darí, la lengua oficial de Afganistán, y pastún, y consiguió que un líder de esta última etnia se citara con ella.

Se bajó del avión en el aeropuerto internacional de Kandahar, la metieron en un Toyota antiguo, de piezas recambiables en cualquier taller de carretera, y la llevaron, en un viaje a través de las montañas, a las zonas tribales. Carreteras estrechas, montañas descomunales por todas partes, aldeas que se confundían con la tierra reseca alzándose junto a los cauces, viviendas muy precarias, escalonadas, en medio de las ruinas de casas derrumbadas de las que nadie se había ocupado de recoger los cascotes. Lo único nuevo eran los fusiles de asalto que todos los hombres llevaban al hombro. También había antenas de televisión apuntando al cielo, buscando satélites, tal vez drones, y móviles de última generación por todas partes.

Amina era una chica guapa, con los ojos grandes y negros de las mujeres pastún; tenía el rostro delgado, la piel morena y los labios finos. Llevaba unos pantalones de color caqui de campaña, como la camisa, llena de bolsillos, y cuando bajó del vehículo lucía manchas de sudor bajo los brazos. Lo primero que hizo fue comprobar la cobertura, alzó el móvil de última generación al cielo y se conectó con el satélite que daba cobertura telefónica a los agentes de inteligencia americanos.

Buscó en el azul radiante, entre las delgadas nubes, pero ignoraba dónde estaba el dron que podía matarlos a todos si las cosas no salían como esperaba. Era primavera, y el paisaje verdeaba en el fondo de los valles, repletos de huertos y cultivos de opio, pero seguía siendo ocre en las montañas, donde la árida piedra dominaba las vertientes. Se cruzaron varias veces con rebaños de cabras de pelo largo, del color de la pizarra, el granito, el blanco de los ojos, la nieve sucia, el fondo de los innumerables pozos. Los animales se guarecían en las majadas de los valles más estrechos, a la sombra de las grandes montañas, donde el agua escapaba de las entrañas de la tierra, transparente hasta parecer invisible en las bocas de los manantiales. Cuando se acabó la destartalada pista que serpenteaba entre gargantas, después de cruzar el último arroyo pedregoso, siguieron el viaje a lomos de yaks, y varias horas después de que su olfato se acostumbrase al hedor de los animales, llegaron a un collado en el que había una pequeña mezquita, destartalada pero limpia. Desde allí se veía una ciudad que, en un primer momento, el cansancio y el sueño no le permitieron identificar.

Mientras los demás rezaban, ella observó los edificios que recubrían las laderas como salpicaduras de nieve. Vio los grandes carteles escritos en farsi y los ríos de vehículos por todas partes. En su mente, se fusionaban las anchas avenidas, los uniformes del color de la tierra reseca de los altos páramos, las explanadas llenas de parasoles anaranjados, los numerosos camiones de abultados lomos, la acumulación de mercancías, las aglomeraciones de gente, los hombres con el típico turbante afgano y muchas banderas con las franjas negra, roja y verde, que representaban el oscuro pasado, el ardiente presente y un futuro lleno de esperanza.

Cuando leyó el significado de la bandera, se dio cuenta de que estaba mirando Kabul. Una ciudad que no tenían permitido sobrevolar los drones, pero que ella conocía muy bien porque la había estudiado al especializarse en Asia Central.

Cuando los hombres acabaron de rezar y la llamaron para que saliera de su ensimismamiento, descubrió que un Lexus cuatro por cuatro los esperaba en el inicio de la pendiente. En poco tiempo, descendieron hasta una carretera asfaltada y poco después se hallaban en la ciudad.

Pasaron bajo la Universidad de Kardán, el Hospital Universitario de Kabul y un complejo de enormes edificios de más de treinta pisos. Sabía que Kabul era una de las ciudades de más rápido crecimiento del mundo, pero no podía imaginar que su tía estuviera secuestrada allí. Después de dar muchas vueltas, subieron a un barrio más alto, desde donde podían observarse los edificios, repetidos hasta la saciedad como fichas de dominó en las áridas laderas que cercaban la ciudad.

Su tía estaba sentada en la terraza de una de aquellas viviendas escalonadas. Desde una hamaca de mimbre, miraba la ciudad y el horizonte. Mira, dijo la mujer, como si se hubieran visto pocas horas antes en lugar de tantos años, y señaló hacia una bella mezquita entre los edificios, con un cierto aire persa, de mosaicos recién lavados. Aquí la gente es muy joven, sentenció, y luego señaló hacia las montañas: más allá no hay nada.

Yo, Amina, me crié en esa nada. Mi padre era pastún y mi madre, hazara. Ella fue la única de las hermanas que se quedó en el país mientras toda su familia se marchaba a Pakistán, y la única, por su belleza, en ser reclamada por un pastún, pues su etnia, chiita, estaba siendo fuertemente reprimida por los sunitas talibanes. Mi madre vivía recluida, y yo viví con ella, cocinando en un horno de barro, sin poder salir más que oculta tras un velo. Mi padre era una buena persona y nos dio clases a las dos mientras le fue posible. A los diez años, me envió a estudiar con mis tías en Peshawar, pero mi madre siguió allí, encerrada, hasta que yo acabé los estudios con nota y un cazatalentos de Boston me llevó a Estados Unidos, donde cursé ingeniería. Cuando concluí el doctorado en robótica, hablaba inglés, pastún, hazara y farsi darí, un regalo demasiado atractivo para la CIA, que vigilaba a Al Qaeda y tenía problemas para descifrar sus comunicaciones. Empezaba la era de los drones. Entonces pude sacar a mis padres de aquella nada, llevar a mi madre con sus hermanas a Pakistán y ponerle un pequeño negocio de comidas en Peshawar.

Aquella nada también eran las montañas, el pequeño pueblo encaramado en una ladera cualquiera de una cordillera cualquiera, en la oscuridad de una vivienda sin luz eléctrica, donde el mundo era la prolongación pictórica de un ventanuco asomado a un pedregoso patio cercado por un muro al que esporádicamente se subían las cabras. Mi conexión con ese mundo estaba formada por el rostro de mi padre, de mi madre y de sus amigas que llegaban acompañadas de sus maridos hasta la puerta, donde ellos desaparecían. Los hombres no podían verme. Si hubiera salido sola a la calle me habrían castigado, si un hombre me hubiera visto el día después de convertirme en mujer, me habrían condenado. Mi vida eran mis secretos, lo único que no podían contener eran mis pensamientos, y estos se nutrían de los libros que mi padre me traía a escondidas. El día antes de marcharme, los quemamos todos, me envolvieron en el chador y me metieron en una camioneta un día de mucho frío. En una de las curvas, en la caja descubierta donde estaba arropada junto a nuestras cosas, al pasar la elevada frontera de Torkham, un copo de nieve se posó en mis labios, cerré los ojos y pensé que el mundo era eso: el frío que de pronto se transforma en calor, la oscuridad que se ilumina, el hielo que se convierte en agua corriente, llena de vida, hasta que es absorbida por la tierra o se funde con el mar.

Yo iba camino de fundirme con el mar, pero veinticinco años después había vuelto al hielo y a la oscuridad que me vieron nacer.

Un hombre salió de la casa. Vestía el clásico perahan tunban de lino de los pastunes. Alargó una mano y mi tía se la cogió con cariño. Me miró con sus intensos ojos azules y sentí un gran pesar. Detrás, apareció otro hombre con un fusil de asalto AK-47 en las manos. Por el color de la madera advertí que era de esos que fabricaban los guerrilleros en las cuevas. Entendí, en sus ojos muy negros, que esperaba algo de mí, y no eran palabras. Era sumisión.

Y entonces lo entendí todo. Mi tía no estaba secuestrada, quien estaba secuestrada era yo.