Spiderman en bicicleta

La termita y la palabra

 

Un niño de cuatro años se cae de la bicicleta. Aunque estamos a mitad de mayo, viste un flamante traje de Spiderman. De repente pierde el equilibrio y todo su heroísmo se precipita. Cae. Se clava el pedal en el trasero. Llora. Junto a su padre, hay otros dos adultos. Uno de ellos, acaso para consolarlo, le espeta lo que todo el mundo le diría al mismísimo Spiderman si se cayera de una bicicleta: «no llores, los superhéroes no lloran». No añado nada. Quien esto dice es mi padre y no suelo apostillar a mis mayores. Pero me viene a las mientes el poema doble del Lago Eden (esa joya que Lorca insertó en la gargantilla de Poeta en Nueva York) y me pongo a llorar como lloran los niños del último banco porque me da la gana.

No añado nada pero me voy pensando si la reflexión de mi padre (por lo general sensato; por lo general, certero) no será justo al revés. Quienes lloran son los superhéroes. Abortar una lágrima es cosa de cobardes. Hay que ser muy héroe para llorar.

A todo esto el primer papá rescata a Spiderman y el mío (un metro por detrás) al hombre dubitativo que contempla la escena mientras llora y calla. Porque el lloro de los niños me hace llorar. Y mi padre lo sabe. Y por eso me habla.

Todos los padres del mundo son Spiderman. Y las madres, claro y ese azar que nos nace mañana tras mañana.

Yo no soy un superhéroe cuando lloro, qué disparate, pero me gusta creer que los otros lo son y aunque no lo crean, aunque él lo niegue, he visto llorar a Superman cuando Lois Lane le negó un beso en la ventana.

Superman es heroico cuando llora, no cuando equilibra el Empire State con el pulgar de su capa. Y es un héroe el niño que llora en el suelo dentro de un disfraz y de una bicicleta.

Las lágrimas son las capas de la humanidad. Las lágrimas lo saben. También mi papá. Mi querido padre.


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