Resulta raro hablar en plena primavera de la Nochevieja, pero la culpa es del cambio climático. Me explico: no se me ocurría qué escribir, así que, antes de que se vean mis costuras creativas, pongo como excusa el Apocalipsis meteorológico. Realmente el texto no va sobre el Año Nuevo ni las Navidades; más bien sobre las drogas o mi absurda relación con ellas. Lo cierto es que no presumo de haber tenido un problema de drogadicción. Quedaría muy bien, en plan escritor maldito, aunque mis adicciones han tenido mucho más que ver con la glotonería, que con avistar elefantes de colores volando a mi alrededor, si bien un Tigretón de más en un momento dado me hizo distinguir cosas raras.
En los últimos tiempos en el grupo de amigos solemos quedar para cenar el último día del año, en plan tranquilo, y luego tomamos unas copichuelas mientras disfrutamos de Cachitos de La 2. Pero sin menearnos demasiado, que ya las caderas no están para mucho. Suele ser en casa de una amiga o de su vecino, y vamos especialmente los solteros que aún nos mantenemos firmes, los que no disponemos de familia política, llámense suegros, yernos o, especialmente, cuñados, siendo estos últimos el nuevo símbolo nacional, tan español como el Toro de Osborne o quizás más. Sin embargo, hace un par de Navidades no había ningún plan, probablemente los brotes verdes de Rajoy no nos terminaban de convencer para la algarabía. Esta amiga nos comentó que un joven matrimonio amigo suyo hacía una fiesta en su casa, donde iba a ir bastante gente, probablemente millennials, así que nosotros iríamos en representación de la categoría Veterano de Osborne. (¿Me pagarán por el branded content?) La perspectiva de estos eventos es la que me hace añorar vivir en un iglú rodeado por una alambrada electrificada y protegido por un grupo de mortíferos pingüinos emperadores (armados hasta el pico), elegidos por mí personalmente en función de su capacidad asesina, atacando ante cualquier atisbo de presencia humana, especialmente ibérica o de la quimérica República Catalana, en eso soy un demócrata.
Así que me tomé un antihistamínico (más drogas) para tratar con la gente y fuimos todos a la fiesta que al final parecía la del abogado de Carlito Brigante (el personaje que interpretaba Sean Penn en Atrapado por su pasado), es decir, había trasiego de drogas de un lado para otro, aunque sin piscina ni rubias en biquini ochentero con el pelo cardado. Como decía, mi relación con las drogas no es que sea muy fascinante: no fumo, pero siempre he estado rodeado de gente que fuma porros, así que al final acababas fumando. Curiosamente, sin ser un porrero oficial, una vez perdí el juicio y en unas vacaciones decidí emular al protagonista de El expreso de medianoche, llevando conmigo una abultada bolsa de marihuana desde Ámsterdam a Atenas, cruzando por la aduana griega, donde los perros me husmearon de refilón. Imagino, sin embargo, que mi careto de pánfilo no convencieron como amante de algún carcelero griego.
Con la cocaína tampoco he tenido una gran historia, pese haber currado en un medio (el audiovisual) donde es poco más o menos como el pincho de tortilla a media mañana del oficinista. Hubo una época de mi vida en que la consumí algunas veces, por dármelas de enrollado, aunque tampoco fueron muchas las ocasiones, entre otras cosas porque siempre tenía la sensación de meterme por la nariz un Gelocatil. Si al menos la procesaran con sabor a fresa… Del resto de las drogas, la verdad es que no he sido muy de raves ni he pisado Ibiza, soy más de las playas murcianas y patatas fritas en el chiringuito.
El caso es que en un momento de la fiesta, ya avanzada la noche, el anfitrión empezó a caminar entre los grupos de gente, portando una bolsita con alguna sustancia tonificante. De nuevo, mi imaginación viajaba más rápido que mi cerebro, elucubrando que se acercaría a mi persona y depositaría el polvo blanco sobre el escote de alguna millennial descarriada, sintiéndome una especie de Errol Flynn 2.0. Incluso me imaginaba metiendo la cabeza sobre una montaña blanca, a lo Tony Montana, M-16 en mano, aullando con acento cubano de Al Pacino: “¡You fucking maricón!» Y en esas ensoñaciones estaba cuando el anfitrión, un tipo muy alto, patizambo, de pelo confuso y alborotado, profundos ojos azules y barba espesa, acercaba con sonrisa pícara su dedo índice impregnado de una sustancia que parecía azúcar moreno en cristalitos.
No estoy muy al tanto de las nuevas tendencias psicotrópicas, así que en mi despiste habitual, no me fijé cómo consumía el resto de la gente el contenido de la bolsita. Al ver el dedo junto a mi jeta no dudé en acercar mi nariz, tapando con el pulgar el otro orificio, para dármelas así de dealer. Fue entonces cuando el anfitrión retiró la mano muy asustado: “¡¿Pero qué haces?!” Un estruendo de carcajadas rompió a mi alrededor. No entendía muy bien el motivo de la mofa, aunque enseguida salí de dudas: el espigado dueño de la casa me aclaró que no era coca lo que me daba a probar, sino Eme o Cristal, MDMA (que se me traba la lengua cuando lo digo), lo de Breaking Bad, pero sin el color azul, que no se esnifa (salvo que quieras morir), sino que se chupa. Ante el descojone generalizado de los putos millennials, en lugar de Pacino me sentí como el ingenuo chaval de Amarcord al que la rotunda estanquera de tetas enormes le decía: “¿Pero por qué soplas? ¡Chupa, mi vida, chupa!”