
No había nubes en el cielo, ni tampoco se divisaba el vuelo de los vencejos, tal vez por eso te sorprendió ver cómo esa palabra caía revoloteando hasta posarse sobre los lirios del jardín. Era tan solo un adjetivo, pero tenía la autoridad de una sentencia y te molestó que se dirigiera a ti.
Ese fue el detonante de tu decisión. Como si fuera lo más natural del mundo, resolviste que ibas a dejar de usar adjetivos porque añadir cualidades a las personas o a las cosas solo acababa deformando su realidad.
Sin saber cómo ni por qué tu decisión se fue extendiendo por toda la ciudad, y acabó convirtiéndose en una actitud generalizada.
La ausencia de adjetivos lo trastornó todo. Sin ellos desapareció la capacidad de matizar, poniendo en crisis nuestras certezas y convicciones más profundas. Ya nadie entendía nada de nada, las afirmaciones y las negaciones se contradecían sin cesar, y las conversaciones ya no eran más que diatribas fuera de lugar.
Ante semejante caos, la víspera de año nuevo, la Real Academia de la Lengua resolvió convocar a todos sus miembros. Adjetivos, adverbios y nombres se juntaron en la plaza mayor, también se presentaron pronombres, artículos y verbos, y rezagadas, con la lengua afuera, llegaron las conjunciones en último lugar.
Todos fueron conducidos a la hoguera sin clemencia. Entre el crepitar de las llamas se oía a los adjetivos calificar de locos a los miembros de la Academia, y a los verbos conjugar con aullidos todos los tiempos verbales habidos y por haber.
Cuando amaneció, las cenizas inundaban la plaza, y nadie pudo balbucear palabra alguna, ni tan siquiera fue posible oír el aullido de un perro en la lejanía.
Desde ese día la tierra es muda, y la vida sin palabras, triste. A duras penas nos entendemos con gestos imprecisos, todo es frío e inhóspito, y ya solo podemos comunicarnos a través de emoticonos de la última versión de Android.