Créanme si les digo que es preciosa, de madera oscura semejante al ébano, con ese porte que ensalza lo minúsculo, libre de perifollos y esbelta por los cuatro costados, que son dos, pero bueno, eso es lo de menos; luce de maravilla en cualquier rincón del hogar. Entiéndase hogar sin criterio de demarcación, ya sea sin posibilidad de refutación, ya sea sin la pomposidad de Adorno (Theodor); no puede haber más, Jürgen: una silla es una silla con o sin referentes y sin más evidencias que las que entran por los ojos. El hogar es algo más subjetivo.
La silla, bien sea de adorno o de recreo, es un objeto perfectamente prescindible. Hasta ahí estamos de acuerdo. Sí, porque si llevamos el minimalismo al extremo propugnado por Mies van der Rohe, bien podemos sentarnos en el suelo y participar intelectualmente de tan bella y básica estructura horizontal, por dura que sea la experiencia. Nuestro delicado trasero agradecería la presencia de un zafu o aun de un mísero cojín, y podríamos seguir prescindiendo de sillas. Mas no me digan que es imposible la alternancia —e incluso la coexistencia— de la necesidad y el capricho, de la estabilidad y la esbeltez. Si son lectores incondicionales de esta sección, sabrán a qué me refiero: el glamur no está reñido con el verbo pizpireto. O eso pretendemos.
Por eso la silla de adorno es más que un mueble. Es más que un objeto: es un modo de vida. Pero más aún si se trata de la silla de adorno que lanzan en La casa desnuda. Una vez más, vuelven a superarse con esta propuesta de interiorismo valiente y comprometido. La casa ofrece otros modelos ornamentales de este tipo de mobiliario: desde los más convencionales a los más vanguardistas. Ya sabe que no podrá sentarse en ninguna de estas obras artesanales. Usted no. Ni sus invitados. Pero sentará bien a su hogar. Y eso, estimado lector, es impagable.