Mi vecina se hace llamar Cloti (de Clotilde) desde el día en que su marido se largó de casa, harto de sus desavenencias afectivas, por llamarlo de alguna manera. Benicio se dedicaba al mar, así que, con frecuencia, pasaba hasta dos meses lejos de Valencia, pescando el bacalao, mayormente en Islandia. Ella, de natural fogosa, saciaba la ausencia de Benicio con acoplamientos varios: gente del barrio, amigos de su marido y tal. En mi peluquería tuve ocasión de hacérmela un par de veces. Con condón. De eso hace ya bastante tiempo. Se presentaba a la hora de cerrar, generalmente sin bragas, y me estimulaba a despachar con rapidez al último cliente, bajar la persiana y hacerlo allí mismo, en el sillón del barbero. Un coito rapidito, antes de cenar. “Te lo advierto —le dije—. Un día tu marido nos va a pillar”. Y ella, retadora: “¡Que nos pille, si puede! ¡Está en Islandia…!”.
Y, efectivamente, la pilló, pero no conmigo. Un día Benicio regresó antes de lo previsto y la encontró en la cama de matrimonio con un amigo de toda la vida que era conductor de autobús. Benicio decidió abandonar a su mujer y, de paso, al amigo. Ella se quedó con el piso, a cargo del alquiler, la luz y el gas, y él se marchó a vivir a una pensión en la avenida del puerto, que le quedaba más cerca del trabajo y más lejos de su desgracia. Jamás volvió a subir a un autobús municipal, ni volvió por el barrio. Por su parte, la Cloti se puso a la faena, esto es, a limpiar oficinas y escaleras, y sobrevivió como pudo, envejeciendo, como todos, pero manteniendo firme su afán amatorio. La encontré el otro día en la sala de espera del CAP.
—¿Qué haces por aquí? —le dije. Es la pregunta de rigor, porque todos los que allí estábamos sabíamos a lo que íbamos. El que no tenía gripe, se curaba un herpes o se hacía un análisis. Todos con mascarilla, eso sí.
—Pues nada, que vengo a la ginecóloga —me respondió. Y al ver que la miraba con curiosidad decidió continuar, porque hay confianza y porque había que matar el tiempo—. Resulta que vino a casa el técnico del frigorífico, con mascarilla, no creas, porque la nevera no refrescaba lo suficiente. Era un tipo de voz grave y musculado, con uno de esos chalecos de aventura con muchos bolsillitos y unos tejanos ajustados y un culo… muy apetecible, y va y me cambia el sensor de evaporación de la nevera, que por lo visto no funcionaba bien, y yo lo veo allí tumbado en el suelo, revisando la bomba de refrigeración, y bueno, ya me conoces… Así que me lancé a por él, allí mismo, en el suelo, y ¡hala!, a disfrutar, que son cuatro días.
—¿En el suelo? ¿En el suelo de la cocina…? —insistí, como si nunca me hubiera imaginado que pudiera hacerse en otro lugar que no fuera una cama de matrimonio o una silla de barbero…— Lo haríais con mascarilla, ¿no? Y más con un desconocido, que vete a saber de dónde venía y qué traía con él…
—Con mascarilla, claro, con mascarilla los dos… —asintió—. No te puedes imaginar lo raro que resulta hacerlo con mascarilla. Pero bueno, a lo hecho, pecho.
—¿Y entonces? ¿Te pegó el COVID?
—Noooo… No me pegó el COVID, ¡me pegó unas purgaciones del copón! A eso vengo, que llevo dos semanas con antibióticos y como si nada.
—O sea —resumí el asunto en un plis plas—: con mascarilla, pero sin condón. ¡Eso no se hace, Cloti! Mucha prevención por arriba y poca por abajo… —me levanté porque me habían llamado por mi nombre—. ¿Te haría descuento, digo?
—¡Hombre! ¡Buena soy yo! —oí que respondía a mis espaldas—. No me cobró el desplazamiento… y ha de volver, porque el sensor de evaporación ha dejado de funcionar.
El médico, como siempre, me recetó Bisolvon para la tos y polvos pédicos para las rozaduras de las bambas. Últimamente no puedo ni salir a correr.