No sabemos muy bien cuándo empezó todo, pero es indudable que nuestros recuerdos están desapareciendo lentamente día tras día. Mientras dormimos, nuestra memoria se borra, llevándose consigo parte de lo que fuimos, nuestros lugares y también nuestra gente.
Tal vez por eso, desde hace un tiempo, cada noche, después de cenar, escribimos un recuerdo para que no se nos olvide. Lo redactamos y lo ponemos en unos sobres azules y blancos, algo reblandecidos por la humedad, que encontramos abandonados en un rincón del estudio.
Casi se ha convertido en un ritual: esperamos con anhelo la hora del día en que por fin podremos escribirlos, y pasamos horas escogiendo las palabras y la manera de ordenarlas en el papel. De tanto reescribir, la papelera del estudio acaba siempre abarrotada de pelotitas de papel desechadas.
Hace unos días encontré más de trece bolitas de papel en el cubo, superpuestas unas sobre otras. Parecían pequeñas esculturas, arte efímero, pensé, y sin saber muy bien por qué empecé a leerlas. Me sorprendió que un mismo recuerdo pudiera tener tantas formas. Cada escrito tenía su enfoque y era tan distinto del anterior que parecía un nuevo relato.
Cuando volviste, pasamos tantas horas releyendo y rehaciendo recuerdos que los sobres acabaron
llenando toda la casa de manchitas blancas y azules, como las de un cielo en primavera.
Desde entonces la cosa ha ido a más. Últimamente ya casi ni dormimos y apenas salimos de casa, a no ser por necesidad. No paramos de escribir, como si reescribiendo fuéramos a dar con el recuerdo verdadero, con el original de cada uno, olvidando que la memoria no es más que una continua reconstrucción.
Hoy seguimos igual o peor: los sobres se amontonan de tal forma que no nos dejan ni respirar y a ratos pensamos que habrá que tomar una decisión. Tal vez era mejor seguir como antes, cuando por la noche nos desprendíamos de los recuerdos. Y hacerlo con la sencillez con la que se despide a un pájaro o a una flor, dejarlos irse y volar, sin billete de vuelta, a ninguna parte.