En mi calle vive la muerte. En el número seis. Es una chica muy guapa. Satanasa, se llama. El seis de junio es su santo. Nació en el sesenta y seis. Tiene un gato, Cerbero, un gato rayado. Muy mimoso.
Se dice que si te besa te mueres. Y no es cierto. Te lo aseguro. Lo que sí es cierto es que su trabajo es ingrato. Chungo. Como todos, ¿no?
Sí, en su vida cotidiana es encantadora. Amable hasta el empalago. Es un decir. Cada tarde le regala al mundo su caminar cimbreante. Es una maravilla ver cómo se va por la acera arriba. Con ese latido acompasado de los pliegues que dibujan la frontera entre los muslos y los glúteos.
Cuando la conocí me invitó a ver una película. En su casa. Apocalypse Now. Me pareció muy adecuada. Tonteamos. Nos bañamos en sudor bajo las notas wagnerianas de La Cabalgata de las Valkirias y el ruido atronador de los helicópteros. Me hablaba de cielos e infiernos. Yo no atendía a sus palabras porque estaba perdido trazando con los dedos la curva perfecta de sus senos. Entonces le pedí que me mostrase lo que se siente al morir. Hizo un gesto mohíno y se retorció desde la cadera.
De pronto me encontré en un extraño sendero. Vestía un equipo completo de explorador. ¿Seré militar? Al caminar en la oscuridad, crujieron bajo mis pasos quejidos antiquísimos, milenarios. Las sensaciones contradecían la lógica. Aunque mi linterna era muy potente (habría iluminado un anfiteatro entero), las superficies eran tan negras que ningún fotón volvía para impresionar la retina. Hacía un buen rato que había decidido apagarla. Me guiaba sólo por el sonido, por lo que me parecían los ecos de mis pasos. Es el instinto, me repetía, aún sabiendo que no era cierto.
Me estaba acostumbrando a las infinitas ilusiones ópticas que mi cerebro creaba de la nada ante la falta de estímulos sensoriales, cuando todo se vino abajo, envuelto en un caos de polvo invisible. Los sonidos se adueñaron del espacio, y el tiempo se detuvo. Parecía como si un viento constante se opusiera a mi marcha. ¿Estaré cayendo? No, porque notaba mis pies, inmóviles, firmemente asentados. Sin embargo algo me decía que me caía. Horizontal. Hacia adelante. Quieto. Volví a encender la linterna. Nada. Giré el haz hacia mis pies. Se perdían en el polvo negro. No tenía piernas, ni cuerpo. Puse una mano entre la luz y los ojos. No había mano. Ni luz. Ni ojos.
La brisa era suave, pero sólida. Notaba como se llevaba parte de mi piel, arrancándomela. No era capaz de decidir si tenía calor o frío. Y un vacío insondable empezó a rodearme, a atravesarme, a ser parte de mí.
Mi mundo estaba lejos, perdido entre las neuronas. Recordaba a la gente, pero no la reconocía. Los paisajes eran indescriptibles. Raros. Sin formas. El pensamiento se infló. Se llenó de huecos. Burbujas. Cesaron los sonidos. Solo un pitido inexistente se sumó al chisporroteo de colores que invadía mi cuerpo. Mi mente. Y el infinito me desintegró de golpe. Los átomos se alejaron a la velocidad de la luz. Y aquel vacío absoluto se hizo yo. Para siempre.
Fuimos novios unos meses. Mis amigos me llamaban «el Legionario». Hasta me regalaron una cabra. Por mi cumpleaños. Se la comió el gato.
Ahora sale con un tío más joven. Es ley de vida.