Fue tan liviano que pareció no existir. Pero ocurrió. Fue un roce sutil que acarició el dorso de su mano durante un instante tan breve que se hizo difícil de precisar. Pero lo sintió rozando su piel. Se produjo con un cruce de miradas imposibles de explicar. Pero sus ojos se encontraron. Todo sucedió como con la fragilidad de un brote, con la rapidez de una inspiración, tan fugaz como la efímera fragancia de un perfume que se disipa con el aire.
El señor P caminaba sin rumbo por una concurrida avenida de su ciudad, despreocupado y sin prisas, admirando algunos elementos que trenzaban el flujo constante de la actividad vital, denostando otros por su fealdad o mal gusto, enfadándose a veces, pero siempre hacia su interior, sin exteriorizar sus emociones en ninguno de los casos. Su predisposición a comentarse cualquier cosa o situación que se cruzaba en su camino era tan persistente como su soledad, que se había acentuado aún más desde que perdiera su puesto de trabajo en aquella triste y desangelada oficina. Cuando le despidieron sintió algo parecido al alivio, ya que nunca había sentido la necesidad de realizar lo que allí hacía y siempre lo había sufrido como un obstáculo para poder desarrollar sus verdaderas aspiraciones intelectuales. Una labor que carecía de sentido aparente, pues los informes que se veía obligado a completar hasta la precisión más absoluta tenía que reelaborarlos de forma continuada sin obtener ninguna explicación sobre los motivos por los que eso sucedía ni sobre los fines para los que los realizaba. Así que, al ser cesado, sus emociones estuvieron en un tris de brotar a la superficie, a punto de que quienes le estaban poniendo de patitas en la calle pudieran adivinar lo feliz que eso le hacía. Pero logró dominar sus expresiones y ni una mueca se hizo manifiesta en su rostro, tan austero en rasgos como la siempre planchada ropa que vestía. De cualquier forma, el señor P acogió con agrado –interior– verse inesperadamente liberado de las obligaciones que le habían tenido compungido y atrapado en la oficina.
Entre los discursos mentales que siempre pululaban dentro de su cabeza, ahora se perfilaba como fundamental el de utilizar ese tiempo del que iba a disponer en su totalidad para pensar en lo que realmente le importaba.
Su entorno era lo que le importaba. No su entorno cercano, pues carecía de familia y de amigos reconocidos. No. Su entorno global. Los elementos que pululaban a su alrededor en la vida ejercían una fascinación irreprimible en su pensamiento.
Describía todas las cosas con las que se cruzaba.
Definía el señor P con breves comentarios mentales el zapato que se calzaba; la luz que era roja un momento, amarilla otro y verde el restante, en un semáforo; el perro que pasaba por la calle atado a una correa que sostenía su dueño; la correa que sujetaba al perro; el paso del dueño que sostenía la cuerda… Sentía necesidad de definir el espejo en el que se veía reflejado, aunque no tuviera mucha importancia el reflejo de su persona. La camisa, un pelo que giraba de su posición habitual o la forma de la montura de sus gafas. Eran los detalles los que venían ocupando su cabeza insistentemente hasta el punto de que su realidad se estaba empezando a desmembrar y, como en una pintura impresionista, sus percepciones de ella la componían el conjunto de estímulos sentidos individualmente, pero no el conjunto en sí.
Nunca se detenía más de unos instantes en cada explicación y, como si de un diccionario se tratara, pasaba de una definición a otra de forma aleatoria y brusca, casi como si tuviera que catalogar su entorno, su vida en breves explicaciones de los elementos que participaban en ella. Esa labor enciclopédica que ocupaba su cerebro no tenía, por contra, ningún carácter productivo, pues tan pronto como definía un objeto y pasaba a la siguiente descripción, la anterior se desvanecía en el olvido.
Ese incesante trabajo con que mantenía su cabeza ocupada no le causaba ninguna angustia ni ansiedad y se producía de una forma natural, tanto como las actividades rutinarias que cualquier persona realiza sin pensar en ellas. Por contra, le provocaba gran desazón no tener ningún objeto nuevo con el que entretener su mente definiéndolo. Si se hallaba en su casa –donde ya se había explicado todo cuanto en ella había– y no sucedía nada anormal que pudiera ocupar su mente con nuevas cuestiones, los nervios del señor P se crispaban sin remedio y sentía la urgente necesidad de salir al exterior para encontrarse con cualquier otro suceso u objeto que pudiera llenar de nuevo sus pensamientos.
Pero aquel día ocurrió algo inesperado.
En su paseo de búsqueda se rozó con la mano de aquella mujer al mismo tiempo que los ojos de ella se adentraron en el interior de los suyos. Nunca había sentido dos cosas al mismo tiempo y su frenética y obsesiva actividad siempre la realizaba alejado del objeto que definía y nunca entraba en contacto con él.
Así, cuando sintió ese leve roce en su mano al tiempo que su mirada se cruzó con la de la mujer, su cuerpo se estremeció rebulléndose en un torbellino que no supo explicar. En ese preciso instante, la cabeza del señor P se quedó muda. Sintió el vacío interior y su constante verborrea definitoria entró en silencio.
Se quedó paralizado, absolutamente quieto en el cruce de calles donde se topó con la mujer, con la mirada perdida en el infinito. Mientras, la gente que pasaba por allí le esquivaba sin molestarle, ya suficientemente acostumbrada a encontrarse continuos obstáculos en la ciudad. Pasaron unos minutos y el señor P siguió estático, congelado, petrificado en el mismo lugar sin que ni un músculo de su cuerpo pareciera tener latidos de vida.
Un rato después y por primera vez en su enciclopédica existencia, giró su cabeza para volver a encontrarse con aquella mujer, que era como encontrar de nuevo un fragmento de su pasado inmediato. Y eso nunca le había sucedido hasta entonces.
La mujer había desaparecido.