Tengo estos días el ánimo encendido. Podría ser un brote de primavera precoz o un agudo episodio de ansia epistolar. Si fuese este el caso, no cuento todavía con la imprescindible dirección de envío, ni con, al menos, dos carteros con contratos indefinidos. Tampoco hay aún misivas redactadas por dos personas distintas, ni un parque de carritos de reparto, amarillo limón, ni la mera perspectiva de una equitativa distribución de la pasión por la entrega. Aun así, escribo… no. Empiezo, empiezo a escribir. No, no exactamente. Bosquejo, sí, eso es. Anoto aquí erráticas intenciones que podrían acabar siendo lanzadas fuera de esta charca, vislumbro ya el destinatario, en forma de salva de cartas a la pantera.
Son cartas…
Son cartas todos los textos, en papel escritos, que viajan hacia un destinatario, avalados por sellos y por el deseo de franquear.
Y, quizás, también, alguna declaración grabada en soporte impropio: cinturas que laten, pantallas mensajeras, corteza de abedul o lisa madera procesada para tender ropa o puentes.
Son panteras…
Son panteras todos los leopardos, jaguares y pumas con pelaje de color negro, e incluso algunos gatos zaínos de esos que, indomables, mordisquean los capuchones de los bolígrafos a su alcance. Y, quizás, también, algún hombre.
Veréis, tiene dedos dóciles este felino y es capaz de quedar, sin temor, prendado de los brotes aterciopelados de una plaga fulminante, tatuada, a ritmo de llama, en sus propias carnes; capaz de rendirse a la maravilla, casi hasta el punto de ignorar la mortífera celeridad del fucsia.
No es una pantera cualquiera.
Recreo su ronroneo, vibrante, mientras contaba cómo no podía dejar de mirarse los tobillos, las corvas, su piel suave, y que, cautivado, como si su cuerpo le fuera ajeno, pudo llegar a ver su propia e instantánea transformación en una pantera preciosa. (Fogonazo. Ya no pude irme.) Cautivados los presentes, siguió contando que le brotaron sobre la piel centellas inflamadas, círculos cárdenos y escarlata, tan hermosos… y que lo hicieron con la urgencia de lo efervescente, de las evoluciones nocturnas del jazmín que trepa o de los líquenes rugosos sobre el granito, grabadas a alta velocidad. Tan, tan bien contado le quedó el esplendor del riesgo que cómo no querer cruzar mensajes, misivas con un narrador de tan brillante pelaje.
Como esta, cartas merece.