Siempre fui muy mala estudiante. Lo único bueno de empezar el curso era que estrenaba uniforme, y que los libros eran nuevos. Me gustaba su tacto, los colores de las cubiertas y el inconfundible olor del papel recién hecho. Enseguida los hojeaba y buscaba los dibujos y las fotografías.
Mis calificaciones eran pésimas, pero aprendí de memoria y para siempre la Reconquista del Cid, el Oriental de Zorrilla y todos los huesos del cuerpo. El resto de materias no me interesaban, y menos si tenían números, porque no los comprendía. Porque mi casa por las tardes se volvía muy grande y el pasillo era infinito. Porque mi madre regresaba tarde y mi padre no existía. Porque a mí, lo que de verdad me gustaba era untar mantequilla en un trozo de pan, echarle azúcar y sentarme a leer las fábulas de Samaniego que me regalaron por mi noveno cumpleaños. Y ver encendida la luz de la cocina.