Repórter X y el taxi nº 9297

Un salacot en mi sopa

 

Algunas veces, la casualidad es una gran aliada. Y bendita casualidad la que, partiendo de una película desconocida y sin demasiada entidad, te lleva de la mano hasta un auténtico filón. Me ha ocurrido recientemente con O táxi nº 9297, una producción muda dirigida por un tal Reinaldo Ferreira en 1927. Y el caso es que este nombre me sonaba vagamente, aunque no relacionado con el cine, sino con la poesía. Una búsqueda rápida me confirmó que, en efecto, se trataba de un poeta portugués a quien se ha comparado con Pessoa y Almada Negreiros y que, por avatares de la vida, nació en Barcelona. No obstante, una vez confirmada la información surgía otro problema: o Ferreira había sido extremadamente precoz, pues, nacido en 1922, tendría que haber rodado la película con tan solo cinco años, o se trataba de una coincidencia de nombres, que era lo más probable.

Otra búsqueda, esta bastante más ardua, me llevó al Reinaldo Ferreira director de cine, periodista de sucesos, escritor, viajero y morfinómano que firmaba sus crónicas periodísticas como Repórter X (más adelante desvelaré el origen de este alias). Debido a su estilo —digamos— excesivamente creativo a la hora de redactar unos reportajes que merecieron el calificativo de «reinaldeces», se le apodó también «el artesano del fingimiento». Si Pessoa hablaba del poeta como fingidor, Reinaldo Ferreira (Lisboa, 1897-1935) solo cumplía a medias con esta premisa. Aunque stricto sensu no pueda considerársele un poeta, la verdad es que como fingidor no tenía rival. Era, además, el padre del otro Reinaldo Ferreira mencionado, este sí, cultivador de la lírica, por lo que todo queda en familia.

¿Quién fue este peculiar personaje con una vida tan corta y agitada? Enseguida entraremos en materia. Pero vayamos antes a O táxi nº 9297,  que algún punto de luz pondrá sobre su personalidad. Lo primero que llama la atención es el sello de la productora: Repórter X Films, un nombre cuando menos chocante, y más aún si se desconoce su procedencia. Al inicio de la película, un rótulo nos advierte: «este drama no es un calco de la vida real»: una obviedad envuelta en una ironía, puesto que dicha máxima no solo regía para este film en particular ni para su obra de ficción en general, sino también, y aquí reside lo singular del caso, para sus crónicas sensacionalistas, sus reportajes desmesurados y sus entrevistas inventadas.

La película es un drama de misterio con algún toque de humor, un relato de carácter marcadamente decimonónico que presenta una narrativa todavía muy pegada al lenguaje literario. Pese a la ingenuidad de la trama y a la profusión de detalles argumentales que se aclaran al final en una conclusión demasiado larga y explicativa, es justo reconocer que las imágenes son de una modernidad bastante próxima a la estética del expresionismo alemán.

La historia que cuenta es una adaptación libre —libérrima, en realidad—del asesinato en 1926 de la corista Maria Alves, estrangulada en el interior de un taxi y arrojada luego a la calle Regueirão dos Anjos de Lisboa. La prensa de la época, de la que Ferreira formaba parte activa, dio buena cuenta del suceso y de la posterior detención del culpable: Augusto Gomes, empresario teatral y amante de la finada.

Reinaldo Ferreira, que allá donde no llegaba como periodista llegaba con su portentosa imaginación, tuvo bastante que ver con el desarrollo de los acontecimientos posteriores al crimen, así como con el impacto que estos supusieron para el público. Habló del caso, como cronista, en el diario O Primeiro de Janeiro, añadiendo datos de su cosecha para que todo cuadrase al detalle como si de una ficción detectivesca se tratara. Consiguió, a cambio de dinero, el testimonio del taxista que conducía el vehículo de marras, y él fue quien señaló a Augusto Gomes como el autor del crimen por el que ambos —empresario y taxista— cumplieron condena.

Trasladar un suceso de la crónica negra a la pantalla fue un acierto para la maltrecha industria cinematográfica lusa, pues O táxi nº 9297, además de publicarse por entregas en O Primeiro de Janeiro (más adelante se transformaría en libro) y de adaptarse como obra teatral, tiene el honor de haber sido el primer film policíaco portugués, amén de un aliciente para la taquilla. No perdamos de vista la coyuntura de un país en el que, desde 1925, el cine atravesaba momentos bajos debido a una crisis que provocó, como medida de supervivencia, que se potenciase la producción extranjera por encima de la nacional. Las dificultades del gremio se acrecentaron con la censura que trajo consigo el golpe militar de mayo de 1926 con el que se iniciaba la larga dictadura de Salazar. En este contexto, el éxito de una película de bajo coste, rodada enteramente en Portugal y con actores portugueses era todo lo que se podía pedir. Y si contaba, por añadidura, con crímenes, casas misteriosas y extraños personajes al límite, mucho mejor. El público estaba encantado y Ferreira, familiarizado desde niño con los folletines detectivescos, le ofrecía, ya fuera en papel o en celuloide, todo el amarillismo del que era capaz. Y era capaz de mucho.

Genio y figura. Con tan solo diecinueve años, mandó al diario O Século una serie de cartas, escritas por él y firmadas con el seudónimo Gil Goes, que versaban sobre un supuesto crimen ocurrido en la calle Saraiva de Carvalho. El periódico las publicó y los lectores se entusiasmaron tanto con la enrevesada aventura por entregas, que la dirección de O Século se vio obligada a aclarar que se trataba de una ficción y no de un hecho real. Pero para el público imperaba la ley del se non è vero è ben trovato, por lo que la tenue frontera entre lo verídico y lo ficticio era lo de menos. En consecuencia, el respetable reclamó la continuación de la truculenta historia como parte de su cotidiana diversión. Así que, ante la complacencia de un ufano Ferreira y la satisfacción del director de O Século, que se frotaba las manos calculando mentalmente los escudos que iban a reportarle las futuras ventas, el espectáculo no se detuvo. Con el tiempo, las espeluznantes misivas de Gil Goes se convirtieron en el libro O Mistério da Rua Saraiva de Carvalho, que ya en 1918, José Leitão Barros había adaptado al cine bajo el título de O Homem dos Olhos Tortos.

Animado por una proyección pública cada vez más notoria, Ferreira continuó, con más ahínco si cabe, con los relatos sangrientos, ya fueran sacados de la realidad o surgidos de su apabullante ingenio. Se hizo pasar por indigente para inflar con carnaza un reportaje que le habían encargado sobre la mendicidad. Se vanaglorió, incluso, de haber sido el único testigo de las últimas palabras de Sidónio Pais tras el tiroteo que acabó con la vida del llamado Presidente-Rey en la estación de Rossio. La veracidad del dramático mensaje que, según Ferreira, legó el político a los portugueses («Morro eu, mas salva-se a Pátria»), ha ido perdiendo consistencia con el tiempo. Las heridas de Pais fueron de tal gravedad que costaba imaginar que en ese estado moribundo hubiera sido capaz de pronunciar ni siquiera una sílaba. Pero Reinaldo Ferreira ya se había apuntado el tanto: una más de las muchas «reinaldeces» que pueblan la biografía profesional de nuestro avispado cronista-cineasta.

De 1919 a 1924 trabajó como corresponsal para diferentes agencias de información en Madrid (allí rodó, en 1923, la película El botones del Ritz, lamentablemente perdida) y también en Barcelona (donde nació su hijo, el poeta que llevaba su mismo nombre). En 1923, con el directorio militar en pleno apogeo y con Primo de Rivera ya en el poder, Ferreira envió al diario portugués A tarde una crónica muy crítica con la figura del dictador. A fin de evitar posibles represalias, decidió no firmar el artículo y usar un alias lo más aséptico posible: Repórter. Un error tipográfico del periódico, probablemente porque el tipógrafo confundió la rúbrica con una X, dio lugar a la creación de su marca de fábrica: un seudónimo surgido, a partes iguales, del temor y de la casualidad y rodeado de un halo de misterio que casaba la mar de bien con su querencia por lo enigmático. Paradójicamente, todo el mundo asociaba a Reinaldo Ferreira con esta denominación y huelga decir que tanto su productora de cine como el semanario que fundó en 1930 lucieron como marchamo y seña de identidad el apelativo Repórter X.

En París, a donde se trasladó en 1925, continuó con su particular retahíla de «reinaldeces». Entre las más sonadas se cuentan las entrevistas inventadas que enviaba al periódico portugués ABC, como la que se supone que le hizo a Conan Doyle —anteriormente ya había «entrevistado» a Mata-Hari— y las crónicas sobre la situación política en Rusia tras la muerte de Lenin. Parece ser que Ferreira no llegó a pisar nunca Moscú. Se quedó en París y mandaba al periódico artículos inspirados en los que escribía el periodista Henri Béraud para Le journal, a los que añadía detalles como supuestas conversaciones con el embalsamador de Lenin y otras ocurrencias de parecido jaez. Lo que sí encontró en París fue la morfina, una experiencia que le valió la publicación en varios volúmenes de sus Memórias de um ex-morfinómano. Al gusto por el opiáceo se unirían también la afición por el alcohol y la cocaína, un cóctel que posiblemente aceleró su muerte prematura en 1935.

La afición a escribir crónicas de lugares desconocidos, alejados para él en el espacio o en el tiempo, se repetiría años después cuando se dedicó a elucubrar acerca de cómo serían Lisboa y Oporto en el año 2000. Un proyecto que en la actualidad llamaríamos retrofuturista y que estaba muy en su línea de construir castillos en el aire adecuando la realidad a su medida para transformarla después en pura quimera. Y es que Reinaldo Ferreira, Repórter X, fue un personaje fascinante que solo atendía a su lógica interna. Ajustaba los hechos a su antojo y suplía con fantasía aquello que la realidad se empeñaba en negarle. Para dar por buenos ciertos delirios, es preciso ser muy arbitrario y hacer caso omiso de cualquier atisbo de verosimilitud, algo que únicamente logra un inconsciente o un perfecto caradura. O tal vez, alguien con una mezcla de las dos cosas.

Mientras ahondaba en su biografía, me iba dando cuenta de que su entusiasmo casi infantil por cuanto le rodeaba, su preferencia por los subgéneros y su enorme capacidad de inventiva me estaban recordando a otro cineasta tan sui generis como él: Ed Wood Jr., considerado el peor director de todos los tiempos. A pesar de las similitudes, que no son pocas, no ha podido existir ningún contacto entre ellos porque nunca supieron el uno del otro. Es imposible que Ferreira conociera a Wood, nacido en el estado de Nueva York en 1924. Y muy improbable que este último tuviera noticia de Repórter X, un oscuro periodista portugués que murió unos cuantos años antes de los «tiempos de gloria» del americano. Sin embargo, la coincidencia entre ambas personalidades es bastante evidente. El código de ADN que comparten no contiene instrucciones genéticas, pero sí un extraño hilo conductor que, de algún modo, los hermana. Y para muestra, un botón: la comedia en tres actos Rita ou Rito? que Ferreira rodó con su productora Repórter X Films, presenta a un travesti como personaje central. Lo mismo hizo Ed Wood en 1953, usando un formato de falso documental, en la película Glen or Glenda. Ya no es solamente que ambos trataran la cuestión de la identidad sexual en sus respectivos trabajos, ¡es que hasta los títulos son asombrosamente parecidos!

Si Reinaldo Ferreira hubiera nacido en Norteamérica, a buen seguro, su fama se habría impuesto a las catacumbas del olvido en las que sigue reposando plácidamente. Como ha sucedido con Ed Wood, su nombre sería símbolo de contracultura y su obra, objeto de culto. Pero mis esperanzas al respecto son escasas: dudo que a estas alturas su figura adquiera ningún tipo de relevancia. Lo que no puedo evitar, quizá espoleada por el espíritu fantaseador de Repórter X, es pensar en este artículo que acaban ustedes de leer como en una humilde contribución a la causa. Ahí lo dejo.