Aniceto Caralija tenía barrillos hasta en el carnet de identidad.
Sus amigos, que eran unos bromistas, le decían:
—Eso es de la barba, de la barba-ridad de gayolas que te haces por las noches.
Aquello era una infamia, además de una mentira. Con su edad, todos los chicos le daban al noble oficio del amor propio y no todos tenían granos.
En el colegio, los curas nos decían que si nos tocábamos nos podríamos quedar ciegos. Siempre me llamó la atención que casi todos llevaran gafas. ¿Estarían perdiendo la vista?
Bueno, pues a lo que iba: Aniceto Caralija padecía de acné. De ahí el alias.
—El médico me ha dicho que tengo un problema con los folículos pilosos, que se me atascan y por eso me salen espinillas— Aniceto era muy bien hablado—. Pero que no me preocupe, que es cosa de la edad. Y en unos años se me quitan. Lo único, que debo procurar no tocarlos para que no queden marcas.
Pero sus amigos, que eran un poco pesados y brutos con esto de las bromas, le cantaban a coro:
“Aniceto Caralija:
si no quieres tener granos,
mantén a raya tus manos.
No te toques más la pija.”
Luego se peleaban y acababan revolcándose por el suelo. Y para hacer las paces echaban un partido de fútbol o jugaban al rescate. Y tan amigos.