Recuerdos

Semana de difuntos

Los conocí hace años, muchos años, cuando yo era un niño. Fue la única vez que pude verlos, pero, aún hoy, casi medio siglo después, puedo sentir una extraña inquietud recorriendo mi cuerpo al recordar lo que vi.

Aparte de algunos vecinos, en aquellos tiempos, mis amigos eran los compañeros de pupitre, con quienes pasaba la mayor parte del tiempo. Estudiábamos el penúltimo curso de la educación general básica y el colegio en donde lo hacíamos lo conformaban dos pisos bajos de un modesto edificio de vecinos cuyas habitaciones se habían llenado de pizarras y maestros. Aunque fuera una institución privada, impartía educación a niños de un barrio popular, casi rozando lo que hoy llaman umbral de la pobreza, habitado por obreros, asalariados y amas de casas llenas de chavalería. Apunto este detalle para contextualizar la historia.

Éramos pocos alumnos y a duras penas pasábamos de la docena por curso, lo que acentuaba el ambiente familiar, que incluía a los profesores, quienes, por vocación u obligación, no solo nos instruían, sino que adoptaban un papel de cuasi-tutores.

También eran tiempos en los que las casas tenían sus puertas abiertas y los niños entrábamos y salíamos de ellas casi sin pedir permiso para volver a las calles y plazas, que se convertían en el escenario de nuestros juegos y travesuras.

Uno de mis compañeros más antiguos era Felipe (utilizo un nombre falso porque sé que no le gustaría que le señalase en relación a este asunto). Se trataba de un chavalín muy bajito y apocado, siempre con un evidente gesto de recelo, de prevención o, incluso, de tristeza. Son detalles que he notado pasado el tiempo, porque a esas edades no dedicábamos demasiado tiempo a la reflexión sobre el estado de ánimo de nadie; siempre nos reconocíamos como exultantes y llenos de vitalidad.

Aunque sí había una particularidad de Felipe que nos llamaba la atención: era el único de toda la pandilla que nunca había llevado a ninguno de los demás a su casa. No hablábamos de ello, pero era costumbre buscarnos para reunirnos y lo hacíamos entrando directamente en las casas de todos y cada uno de nosotros… excepto en la de Felipe.

Con la inocencia propia de la niñez, a veces comentábamos que Felipe no nos invitaba porque su familia era muy pobre y sentía vergüenza en mostrarnos lo que suponíamos una casa muy humilde. En realidad, todos éramos humildes en aquel barrio de periferia, con familias que siempre llegaban apuradas a fin de mes, aunque, pese a ello, marcábamos diferencias entre unos y otros y señalábamos, sin decirlo directamente, a Felipe como el más pobre de todos.

Todo eran divagaciones pasajeras que se olvidaban en cuanto surgía algún argumento de juego. No sé si Felipe pudo sentirse entonces minusvalorado por nuestras reflexiones, a veces poco elegantes, poco delicadas y hasta con un cierto toque de crueldad

La sorpresa vino cuando, un día, Felipe me propuso acercarnos a su casa a recoger algo que no recuerdo, supongo que para estimular nuestra diversión callejera.

Al llegar allí, me di cuenta de era una más entre los centenares de pisos de los bloques de viviendas de un barrio proletario de la periferia (estas calificaciones las señalo hoy día, aunque fuera lo que sentía sin saber expresarlo). Un piso como el de cualquiera de nosotros, ni más grande ni más pequeño, quizás un poco más sombrío por la poca luz que entraba por las ventanas, cubiertas por los muchos árboles del patio, quizás con una decoración un poco cenicienta y anticuada, pero en absoluto con nada destacable respecto de las casas de los demás.

Con la espontaneidad propia de la edad, al entrar en su piso vi una puerta cerrada que supuse la entrada a la cocina y me dirigí a ella para beber un vaso de agua. Entonces, Felipe me gritó advirtiéndome de que no la abriera, pero su aviso no llegó a tiempo y la entreabrí lo suficiente como para ver a cuatro personas dentro del cuarto, que no era una cocina. Algo asustado cerré de golpe y me reuní con mi amigo en el salón.

Sin embargo, casi al momento se abrió de nuevo esa puerta y de ella salieron las cuatro personas que no había alcanzado a ver con detalle. Por encima del hombro de Felipe, que se afanaba por demostrarme las virtudes de esa cosa que no recuerdo, pude ver a esos individuos dirigirse a la puerta de salida. Iban vestidos muy raros, como en las películas de terror gótico, en grises, sin color, como si fuera una fotografía antigua en movimiento.

Era lo que parecía un matrimonio con sus hijos, un niño y una niña pequeños, más jóvenes de lo que éramos nosotros entonces. Me pareció una escena muy extraña, como si viera a gente de otro tiempo. No sé, todo esto lo he reflexionado a posteriori, cada vez que he recordado ese momento. En el instante en que sucedió yo solo sentí que aquella gente no era normal, con esas vestimentas tan viejas… No, no eran viejas, eran antiguas, pasadas de moda, unos ropajes que no cuadraban bien con lo que en aquellos tiempos se vestía.

Es un recuerdo que ha vuelto una y otra vez a mi cabeza por no poder desprenderlo de la extrañeza inexplicable que me provocó. Pero ha sido la semana pasada que todo ha regresado con fuerza. Me crucé con Felipe y, sorprendentemente, pude reconocerle, con ese gesto huidizo y enjuto que, no solo no había desaparecido, sino que con el paso del tiempo se había convertido casi en una caricatura.

Sin dejarle opción a negarse, le invité a tomar algo para que pudiéramos contarnos de nuestras vidas. Felipe seguía tan esquivo como de niño, pero, tras recordar pequeñas hazañas infantiles, me atreví a preguntarle por aquel suceso de los cuatro individuos saliendo de un cuarto de su casa.

—Eran los tatarabuelos de mi padre con sus hijos, uno de ellos, el niño, su bisabuelo, o sea, mi propio tatarabuelo.

Con la boca abierta, con gesto de estupefacción, conseguí recomponer fechas y le dije que no cuadraba. Quienes pude ver no era gente mayor y el niño que Felipe decía que era su tatarabuelo tenía menos edad que la nuestra cuando pude verlos.

El Felipe que yo recordaba nunca se había atrevido a gastarnos una broma y puede que su madurez le hubiera vuelto más cínico y estuviera bromeando.

—Es en serio. Eran los tatarabuelos de mi padre con sus dos hijos, créeme —apostilló—. Siempre estuvieron en esa casa, en ese cuarto del que salían solo de vez en cuando. Jamás hicimos nada en mi familia para esquivarlos. Nunca entramos en su espacio y hacían su vida… independientemente de la nuestra.

—Has dudado al decir «hacían su vida…» —le he replicado.

—Es que murieron en un terrible accidente en 1832. Un edificio en ruinas se derrumbó con ellos dentro. Los cuatro… Parece que se disponían a salir de casa. El edificio estaba en el mismo solar donde estaba la casa en la que viví con mis padres. Hace tiempo —siguió Felipe, quizás con algo de miedo en sus palabras—, hace bastante tiempo que me fui de allí y no creo que vuelva más. Me aterra pensar que todavía entran y salen de ese cuarto.

Ahora, mi recuerdo de la infancia se ha transformado en un estremecedor relato fantástico. Y me roe las entrañas el deseo de volver al barrio y acercarme al lugar donde estuvo la casa de Felipe.


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