Quien tiene un amigo tiene un tesoro

Azufre para las llagas



Empieza un nuevo año y los buenos propósitos inundan las agendas y las redes sociales. Estoy convencido de que entre los de apuntarte por undécima vez al gimnasio, dejar de fumar o leer ese libro que lleva en tu librería una eternidad, has añadido alguno más personal como no dejar pasar tanto tiempo para volver a quedar con esa persona especial; escribir a ese amigo al que hace años perdiste la pista o reencontrarte con ese familiar al que tienes un poco abandonado.

Son buenos propósitos o deseos que, al cabo de los días, semanas, se van diluyendo. No te machaques. El ser humano es el único ser vivo que prefiere echar la culpa al olvido antes que a su propia dejadez, falta de recursos o miedo.

Para narrarte la sorprendente historia que llegó a mis oídos por casualidad un cinco de enero de hace tres años, quiero contarte algo sobre el sentimiento egoísta de la amistad. Por si aún no te habías dado cuenta, no hay emoción más cruel, interesada y egocéntrica que esta. ¿No me crees? Piensa un segundo en cuántos amigos tienes de verdad. No me valen esos con los que te vas de copas y no vuelves a saber de ellos hasta la siguiente quedada. Me refiero a esos en los que depositarías tu confianza plena. Por los que cruzarías de punta a punta el país si te necesitaran. Esos de los que no hay secreto que no sepas o les hayas contado. Si has sido sincero, no creo que la lista abarque a más de dos personas. Pues bien, ahora que ya tienes a tus amigos localizados, pregúntate si alguna vez olvidaste algo que para ellos era importante y mentiste para no descubrirte; si alguna vez no les cogiste la llamada porque no te apetecía escucharles de nuevo hablar sobre su pésima situación sentimental o si alguna vez fuiste tú el que los necesitó y no encontraste la respuesta que buscabas.

Todas esas preguntas y sus respuestas solo revelan el concepto egoísta de lo que creemos que es la amistad. ¿Por qué me han de interesar todas las cosas que les importan a mis amigos? ¿Por qué he de estar pendiente de lo que prefieren o no? ¿Por qué he de depositar mi felicidad en sus manos? Somos individuos, y eso nos hace personas únicas, no divisibles. Yo lo tengo claro. Si alguien quiere acompañarme en mi camino será más que bienvenido, aunque no espero que se quede siempre conmigo ni espero que me exija que cambie el destino si se aburre.

No obstante, creemos que la amistad va de eso, de exigir al otro que haga, diga o responda lo que a nosotros nos gustaría. Y que no nos haga esperar, que seamos prioridad absoluta en sus pensamientos. Sin tener en cuenta su propia existencia.

Quien tiene un amigo tiene un tesoro, hasta esta frase es cicatera. Comparamos a una persona con algo material y valioso, aunque solo para nosotros. Y cuando ese valor se malgasta, la amistad desaparece.

Nunca supe el verdadero nombre de la asesina que te traigo hoy a La Charca. Unos me dijeron que se llamaba Lola, otros Manolita y otros, doña Paca. Nombres diferentes para una misma historia. Quien me lo contó la llamaba «la vieja». No es el apelativo que más me gusta para una persona de edad, pero seré fiel al relato.

Esa mañana de enero hizo un aire helador. Mucha gente cogió el autobús para desplazarse por la ciudad y refugiarse del frío.

—Todo el mundo me está mirando —farfulló la vieja.
—Estás paranoica. No te mira nadie.
—Sí, lo hacen. ¿No ves a esa chica de ahí enfrente?
—¿Quién?
—La niñata que está sentada sola y finge que juega con el móvil. Levanta sus pequeños ojos cuando cree que no la miro y me observa.
—No sé de quién me hablas.
—¡La del sombrero ridículo y bufanda multicolor! —se exasperó.

En una de las curvas, el autobús giró sin reducir la velocidad y los pasajeros tuvieron que aferrarse a la barandilla. La vieja dio un salto y por poco se cae de su asiento.

—¡Lo ha hecho adrede!
—¿De qué estás hablando?
—Del chófer, quiere matarme.
—¡No seas absurda! ¿Por qué querría hacerlo?
—Porque lo sabe. ¡Todos lo saben! —La vieja se encogió junto a la ventana y apresó el bolso de viaje marrón contra su pecho.
—Señora, se le han caído las gafas —le dijo un joven con auriculares.

La vieja las enganchó de sus manos y con enormes telarañas rojas sobre sus iris le espetó:

—Querías robármelas, ¿verdad? ¡Las has cogido de mi bolso sin que me diera cuenta!
—¿Qué coño dice? ¡A la mierda, vieja loca!

El autobús se detuvo en la parada y el chico bajó, sin volver a mirarla. La vieja abrió el bolso y dejó las gafas encima de la bolsa blanca ensangrentada. Acarició la parte blanda y miró de soslayo al resto de los pasajeros.

—Todos quieren separarme de ti —murmuró—. Nunca lo entenderán. Pero no temas, yo protegeré nuestra amistad. Seremos amigas para siempre.

Dicen que vivía con una amiga en un pisito de Madrid. Aseguran que todo lo hacían juntas y que habían prometido acabar sus días en el mismo camposanto. Aunque también eran famosas sus múltiples peleas. La de esa mañana la provocó la decisión de su amiga de mudarse a casa de sus hijos.

Consejo número diez: Aprende a ser tu propio tesoro. No confundas amistad con posesión o tal vez te conviertan en su bien más preciado.