Acaban de privatizarme.
No me pilla de nuevas; a un primo le privatizaron hace dos semanas y a Eulogio, un amigo de infancia, hace tres días. Esto es imparable.
Apenas dispongo de diez minutos para escribir mi último texto libre, antes de que todos mis derechos (y deberes) pertenezcan a La Compañía. Trataré de exponerlo lo mejor que pueda.
En un principio, no me opuse a la privatización de algunos servicios porque no los consideré esenciales. No me parecía que las empresas de telecomunicaciones fueran a privarnos de la comunicación habitual, a corta distancia, en el entorno próximo. Empecé a sospechar con la privatización del suministro eléctrico. Lo habría dejado pasar si hubiera seguido con el razonamiento de las comunicaciones: “Si el suministro de energía esencial está más o menos cubierto a través de los alimentos, el suministro de energía extra (grandes desplazamientos, protección contra el frío, accionamiento de herramientas tecnológicas…) no es tan esencial, como tampoco lo es la comunicación a grandes distancias”. Pero caí en la cuenta de que el acceso a los alimentos ya estaba privatizado y que cientos de millones de personas pasaban hambre. Reflexioné. Bueno, la mayoría de esas personas no estaban en mi entorno próximo; bien que nos salieran caras las telecomunicaciones en ese caso, pensé. Recapacité de nuevo. Había cientos de miles de personas que se las ven y se las desean para llegar a fin de mes, y entonces pensé que eso de ganarse los garbanzos es tan complicado como lo que nos habían inculcado de niños, o más.
En definitiva, empecé a hacer campaña contra todo impulso privatizador de aquello que, a mi entender, no debería ser privatizado. Necesitaba un criterio. Recurrí a un clásico: cosas con las que no se debería mercadear. Y surgió el verbo omnipotente para estos casos: mercantilizar, definido en la RAE como «convertir en mercantil algo que no lo es de suyo».
Pensé en cosas esenciales, además de las citadas: el agua, el aire, la educación, la sanidad, la maternidad… Me puse el mundo por montera y me lancé a participar en todas las campañas en contra de la mercantilización de todo lo que consideré esencial: manifestaciones en las calles, charlas de concienciación con familiares y amigos, difusión en las redes sociales… Pero nada. Aquello no surtió efecto. Progresivamente, además, se me fue poniendo cuesta arriba el acceso a algunos de esos bienes o servicios esenciales. Primero, fue el agua caliente; después, fue la calefacción; después, el transporte, la vivienda, la sanidad, la enseñanza de mis hijos… Hasta convertirme en un paria.
He seguido trabajando catorce horas diarias desde entonces, pero hace unos minutos me ha saltado el mensaje en la pantalla del ordenador del curro: «Prepárese para ser desconectado de su voluntad. Usted nos pertenece».
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