No está, por definición, lo relevante en el centro. Los hulahoops más frenéticos pueden ser los más lejanos. Giremos, seamos derviches para vincularnos a periferias más remotas, más deseables. Nuestro ombligo, sobre el que pivotan las cotas de nivel de nuestro empuje, ha de ser mero instrumento, flor mecánica.
El grado de periferia invisible que tenemos en vilo, que nos nutre, depende de nuestra capacidad de alcance: hoy, un alcance de palma ambiciosa, hacia el exterior; mañana, uno limitado, un alcance de seco embrión ensimismado.
¡Giremos, giremos, giremos! No seamos malhadados puntos muertos, seamos camelias centrifugadoras que ocupan el jardín con oleadas de pétalos que se desprenden en castrense formación de ondas de wifi; emitamos mensajes radiales; radiemos velcros, pegajosos globos sonda y bumerangs colibrí que liben, a fondo, en nuestro nombre.
Primero hallaremos los círculos más cercanos a nuestra cintura, los más estrechos, los poco cimbreantes, los controlables: la mesa de la cocina, el barrio memorizado y otras zonas trilladas, como el terreno de las decisiones tomadas y las sendas en espiral de los entuertos presentes. Luego se sucederán las circunvalaciones urbanas, los cinturones empresariales, los trigos mesetarios, el mar de verdad, el extranjero, la ficción conocida y la por conocer… y el mar de dudas, la última periferia.
Anclada, pero no inmóvil, giro para abarcar, todo rozando. En uno de mis giros, vuelo de falda que refresca mi ignorancia, descubro que «peri» es el nombre que recibe un hada hermosa y bienhechora en la mitología pérsica y que «feérica» significa perteneciente o relativo a las hadas. Me he metido en harina con las periferias… el concepto hada me repliega… pero la feliz coincidencia temática me permite un nuevo giro e invento en directo, ahora mismo, la palabra «perifeérica»: un neologismo que me place. Lo adopto. Es buen lubricante para el cigüeñal de mi cuento. Prosigo.
¡Ah, las periferias perifeéricas! (generalmente, concéntricas, en ocasiones, secantes) tienen también mimbres de tela de araña (que puede ser tensa, que puede ser laxa), pero su estructura nos sostendrá siempre, aunque, si reducimos su influjo, si dejamos de creer que son sostén necesario, se aflojarán, y temblarán tanto nuestras firmezas que temeremos caer en el abismo de nuestro hipocentro.
Así, lo más sencillo es ubicarme sobre un centro circunstancial, pero firme y cartografiado: esta ciudad, esta casa, este escritorio, por ejemplo, y considerarme solo un modesto punto de partida sobre el que pivotará esta vida exigua, condensada, austera en ambiciones. Con tanto revolverme sobre mí misma, sobre el hueco que soy, peonza centrada en bien temblar, alcanzaré cada vez más encantadoras periferias. Tendré una vida con patas cortas, pero de largo alcance. Perifeérica, seguiré contando.