Querida Mercedes:
Ya tenemos aquí la primavera y con ella las flores y los pólenes, la congestión nasal y el lagrimeo, y esas ronchas que me salen en los brazos y que nunca sabré si son una respuesta inmunológica al cambio de temperatura o un nuevo ataque de los chinches de la oficina. ¡Mira que se lo tengo dicho a mi Alfredo! Cuando llega la primavera hay que hacer limpieza general, tirar todos los mapas y ofertas del año pasado y quitar el polvo a tanto papel como se acumula en una agencia de viajes. Pues él, como si nada. Por aquí me entra y por allá me sale. ¡Con decirte que en el almacén se amontonan los catálogos del siglo pasado, cuando el mundo era estable y todavía existía Yugoslavia!
Así que ya te puedes imaginar la pinta que tengo, con la nariz como un pimiento y los mofletes pintados de rojo chillón para evitar contrastes. ¡Si parezco el tonto de los Hermanos Tonetti! Hasta me he cambiado la montura de las gafas, que ahora las llevo de color rosa, porque alguien me dijo que los colores claros disimulan su grosor. Chica, no sé, me veo desanimada, porque una espera con ilusión la llegada de la primavera y luego todo son reliquias y picores. ¡Con decirte que he tenido que volver a las bragas de algodón y tirar todas aquellas que me recomendaste, tan transparentes y sexis, pero que me electrizan los pelillos más íntimos! Y eso sin mencionar las escoceduras que me salieron cuando, haciéndote caso, me rasuré la zona al completo. ¡Se acabó! ¡Que no me compensa, reina! ¡Que tengo el pubis muy fino!
En fin, fundamentalmente te escribo para comentarte, una vez más, la diferencia (¡abismal!) entre lo que una espera del mundo y lo que el mundo le ofrece. ¡Que nos pasamos la vida soñando encontrar un clavo ardiendo al que agarrarnos y ni por ésas! Pero así son las cosas. De sobra lo sabemos las que nos hemos casado con un marido idiota: cada día una promesa frustrada, cada noche una derrota. Y eso que no he tenido hijos, básicamente porque mi Alfredo es estéril y porque yo tampoco me he prodigado demasiado. Bueno, a lo que iba: que sepas que finalmente he salido con tu amigo el inspector Arriaga y he podido comprobar hasta qué punto da de sí esto de la libertad, que es más bien poco porque mala pata no me falta.
Yo estaba en el altillo del Colón con mis bragas de algodón hidrófilo y un poco como ausente, porque aquel día los mirones estaban decaídos, seguramente porque la esposa del presidente de la Diputación, que es la que más enseña y mejor lo hace, no había venido. De repente, Arriaga se sentó a mi lado y, muy atento, me dijo que me tenía mirada y remirada y que le gustaría pasar a la acción, así que me invitó a tomar algo en el motel de Burlada donde ya quedamos la otra vez, cuando tuve el herpes y me rajé. En esta ocasión iba a ser diferente, me dije, porque las alergias primaverales no son incompatibles con el deseo sexual. Admito que yo estaba ansiosa y que Arriaga prometía. Es grandote y viril, y bastante amable. Pues bien, fue llegar al hotel, ver, empezar y acabar. ¡Todavía no me había quitado los pantis y ya lo tenía por detrás restregándome el pepino! La cosa no duró ni un minuto. ¡Cuando le metí la mano en los calzoncillos, el tío ya se había corrido! Ya ves lo que da de sí una aventura completa: emoción, erección y frustración.
Entonces me dijo que podríamos hablar, comentar el tiempo, las noticias, mientras él se reponía de aquel primer ataque. Eso es. ¡Hablar! Como si yo me hubiera ido hasta Burlada para hablar. Me tumbé en la cama, desganada, de espaldas a aquel mamarracho y él empezó a contarme su vida, sus fracasos, sus aspiraciones. Me quité las gafas, como hago con mi Alfredo, para no verle. Y él continuó con el rollo personal y profesional hasta que me entró el sueño. Cerré los ojos y me pasé un buen rato durmiendo. Cuando desperté, el mamarracho todavía estaba allí.
Pepita Monterroso