Patrimonio inmaterial de la humanidad

Las horribles historias de Sileno


Segregada de la antigua carretera nacional, entre la autopista hacia Valencia y la depuradora de Nules, al lado de un vertedero que debería haber sido clausurado hace siglos, adormece una gasolinera sin futuro y, junto a ella, un bar que atiende un tal Aquilino, su mujer y su hija, donde algunos ciclistas van a almorzar los sábados, cuando salen a pedalear en grupo, huyendo de la familia. Yo no pedaleo, pero tengo amigos que sí lo hacen, así que me acerqué al bar en cuestión un día festivo, acompañado por la prima sorda de mi amigo Vicente, el ciclista, con el coche que conduce ella. Vicente nos había indicado cómo llegar hasta allí y a las once en punto estábamos en el bar, la sorda y yo, esperando a nuestros amigos deportistas.

Entramos. Contra todo pronóstico, el bar estaba lleno. La televisión en marcha, labradores con sus señoras endomingadas, parejas jóvenes, un par de curas almorzando y media docena de chiquillos que alborotaban y daban color a la escena. Por lo visto nos esperaban, así que nos sentaron a una mesa de diez plazas con mantel de papel, porrones de vino, botellas de gaseosa y platitos con cacahuetes y aceitunas. Aquilino y su hija acogían sonrientes a quien llegara. Sobre el mostrador, multitud de platos donde elegir: bacalao con tomate, riñones al jerez, longanizas fritas, pies de cerdo, hígado con cebolla, calamares rebozados, caracoles en salsa, habitas con ajos tiernos, morcillas de arroz, tortilla de patata, ensaladilla rusa, callos y, entre otras, la especialidad de la casa: el famoso all i pebre de Aquilino, anguila de acequia con ajos y pimentón. Y, en el poco espacio restante, los dispensadores giratorios, más o menos transparentes, con bebidas frías: granizados de limón, de cebada, de horchata… Lo mejor, sin embargo, era la actitud de los dueños, que reían y servían con gusto a los clientes, superando con sus vozarrones y chillidos el inaudito ruido del local. Pensé que se merecían un premio por su dedicación a la tarea y por la alegría que trasmitían.

La sorda me preguntó, chillando: ¿Qué te apetece? Y yo: no sé, un bocadillo de sepia, por ejemplo. Y ella: Yo voy a pedir un trozo de tortilla de calabacín y un tercio. Si lo pedimos ya, adelantamos para cuando lleguen los otros…

Entonces la sorda decidió quitarse los audífonos y depositarlos a un lado, sobre la mesa: dos bolitas minúsculas, color carne que, como me explicó, le habían costado una fortuna. No soporto tanto barullo, me dijo. Tengo suficiente con que me mires a la cara al hablar: te leeré los labios.

Al poco rato llegaron nuestros amigos que añadieron sudor y risotadas al ruido del local. Pensé que la sorda había hecho bien quitándose los audífonos. Por las ventanas se atisbaba la montaña de electrodomésticos, uralitas, neumáticos y bañeras abandonadas en el vertedero que nadie se atrevía a clausurar. Un poco más allá, el rugido de los camiones de la autopista aumentaba la sensación de caos. Por suerte, la depuradora de Nules no estaba en marcha y nos ahorraba el chapoteo de sus motores. El humo de las morcillas que salía de la cocina conseguía disolver la pestilencia de la depuradora. Sonreí satisfecho al morder mi bocadillo y, a continuación, mojar un cacho de pan en el jugo picante de los caracoles. A mi lado, la sorda, un tanto ausente, consumía su tortilla de calabacín con cierta desgana. Estaba claro que ella no apreciaba como yo el potencial vivificante del lugar y del momento. No todo el mundo goza con las mismas cosas.

Los ciclistas devoraron sus platos, regados con cerveza, vino y gaseosa y, después, completaron el almuerzo con cafés, copas de ron y coñac de baratillo. Por lo visto traían hambre acumulada después de pedalear desde Valencia. Sobre los manteles se acumulaban los restos del banquete: platos, cubiertos, vasos, huesos de aceituna, botellas, porrones, cáscaras de caracoles, cachitos de pan, pieles de cacahuete y ¡Dios!…

—¿Dónde están mis aparatos? —gritó la sorda al descubrir que no los tenía delante de sus narices. Se levantó y empezó a buscar por el suelo, a su alrededor— ¡Mis aparatos! ¡Mis aparatos!

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —se estremeció su primo, poniéndose en pie y alterando con sus gritos a los otros ciclistas y a los clientes de las mesas vecinas.

Alguien apagó el televisor. La clientela hizo silencio. La sorda chillaba y exigía sus aparatos, escarbando con la punta de los pies el infierno de huesos de aceituna y pieles de cacahuete que se habían acumulado, también, en el suelo.

—¿Cómo son? —pregunto alguien.

—Pequeños, como tapones de cera de los oídos —tercié yo, que, al fin y al cabo, los había visto. Me sentí importante, facilitando esa información.

—¡Que nadie se mueva! —gritó Aquilino, acudiendo con una escoba.

—¡Eso! ¡Alguien los podría pisar!

De repente, uno de los curas de la mesa de al lado sugirió que quizá los encontraríamos sobre la mesa, entre los platos, los vasos y los restos de la bacanal. Y, en efecto, allí estaban. Alguien los descubrió junto al platito del último carajillo, bajo unos sobres de azúcar. Entre los ciclistas siempre hay un diabético que deja de lado los azucarillos y acaba entorpeciendo el normal desarrollo de los acontecimientos.

La mañana terminó bien. La sorda se encasquetó los audífonos y me devolvió a Valencia. Durante el viaje le comenté que había pasado una mañana maravillosa y que almuerzos como aquél deberían formar parte del patrimonio inmaterial de la humanidad. No sé si me entendió, porque torció el morro como si hubiese oído otra cosa.