Paseos, visitas y excursiones

Las horribles historias de Sileno


No me gusta que me tomen el pelo, entre otras razones porque he trabajado de peluquero y sé por experiencia que lo que le quitas a una cabeza no se lo puedes volver a poner. Quizá un trasquilón pueda disimularse, pero una vez pasada la máquina al cero ya no hay vuelta atrás. ¡Que el afectado se compre una gorra y que espere a que le crezca el pelo! En fin, que andábamos hablando de estas cosas con una pareja de viejos en el autobús que nos llevaba de excursión hasta no sé qué ermita románica del Pirineo. Ella deseaba que le dedicara un rato, aquella misma tarde, en el hotel, atiesándole los rizos, obviamente teñidos, con una laca de mi invención; y él, que era su marido, calvo hasta la médula, quería probar un crecepelo de mi invención del que le había contado maravillas.

Debo decir que suelo viajar con muestras de peluquería —en general, productos caducados— que reparto entre la gente de las excursiones para ganarme su complicidad. Es la manera de sentirme acompañado por unos días, aunque luego si te he visto no me acuerdo. Ley de vida. Eso de los amigos es como los camareros del restaurante: entran y salen de tu vida con la rapidez del menú de diez euros. Una vez tuve un amigo en Soria que bebía mucho pacharán. Creo que todavía conservo su amistad porque no lo he vuelto a ver.

Aquel día cargamos las tripas con un desayuno descomunal y completamos el avituallamiento con algunos bocadillos para aguantar hasta el mediodía. Acababa el mes de mayo y nadie podía imaginarse que pudiera hacer tanto calor en el Pirineo. El autobús funcionaba sin aire acondicionado y la ausencia de ventanillas practicables multiplicaba la sensación de ahogo. Incluso la guía de la excursión —una chica pizpireta y con minifalda que admitía bromas por parte del pasaje— había mudado su entusiasmo matinal por escuetas informaciones a través del micro. Cuando finalmente el conductor se detuvo y abrió las puertas del autobús, la gente se precipitó al exterior, buscando sombra y alivio entre los matorrales. Muy pocos subieron hasta la ermita, pero yo fui uno de ellos, obligado por el afán de mis acompañantes: la señora de los rizos y su marido, el calvo, que tanto apreciaban mi condición de peluquero.

¿Quién podía prever que en aquella iglesia me tomarían el pelo? No negaré que dentro se estaba fresquito, pero nadie paga tres euros por pasar cinco minutos en una nevera. De nada sirvieron mis quejas ni el carné de jubilado con el que suelo entrar gratis en museos y monumentos. «¡En esta ermita paga todo Dios!», blasfemó el gordito que se cuidaba de cobrar el diezmo. Mis compañeros accedieron al expolio y no tuve más remedio que rascarme el bolsillo, bajo la estricta vigilancia de Mariví, la guía de la excursión. Luego, en el interior, caí en la cuenta de que aquello era una estafa: cuatro paredes de piedra, un Cristo de madera y un par de reclinatorios mohosos. Por lo visto la desnudez de la ermita era su principal atractivo. Me tumbé en el suelo, sobre la lápida de un obispo, y esperé a que todos salieran.

Cuando nos quedamos solos, me acerqué al gordito de la entrada, lo cogí por la pechera y le amenacé: «¡Devuélveme el dinero, capullo, y de paso me das también todo lo que tengas en ese cajón! Y deprisa, chico, que hueles a pájaro y me están entrando ganas de romperte las gafas». Mensaje recibido.

No sé si el esfuerzo valió la pena. Al gordito le temblaban las manos cuando abrió el cajón y me pasó su contenido. Una miseria: ciento cincuenta euros en billetes pequeños y monedas y un teléfono móvil que le rompí allí mismo, por si se le ocurría llamar a la policía.

Por la noche invité a cerveza a unos cuantos viejos en el hotel. Amigos para siempre, ya digo. Previamente quise gastar el dinero con Mariví, pero no sirvió de nada. Ni ciento cincuenta ni trescientos. Al parecer la muy zorra se lo tenía montado con el conductor.