La clave fue el sol y aquel calor achicharrante. Yo iba casi sin blanca, pero me refugié en ese bar de líneas decadentes y espacios sombríos. El barman, tan enjuto y cabezón como una corchea, me plantó delante un pelotazo: «Estás invitado». Señaló a una negra recostada en un gastado tresillo de piel, que me guiñó un ojo. «Tiene bemoles la cosa», pensé. En silencio dejó su cubata casi vacío sobre una mesa redonda y se levantó. Para mí que llevaba ya un buen puntillo de ron: si no la hubiera sostenido, se habría ido de bruces contra el suelo. «Pon mi canción», le pidió al tipo de la barra. Y al compás de aquella música ella se transformó. Me agarró de la cintura y bailamos a tempo lento durante horas, escribiendo a cada paso nuestra propia partitura.
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