He ido al encuentro de la muerte y ha llegado por partida doble. Por un lado la esquela, pegada a las rejas del atrio occidental catedralicio anunciando la muerte de Gordito Relleno, compañero de tapete durante decenios y compañero de ingesta de un jamón de Trevélez y tres botellas de Dom Pérignon en una noche memorable, mano a mano, sentados en el exterior arbolado de su fábrica de cemento. Y, por otro, un ser transparente muy alto y delgado, con venas verdosas y ojos hundidos, al que llaman Semen, esperando a los peatones para explicarles quién era de verdad el fallecido, qué había detrás de la fecha de defunción, del nombre y de los apellidos; un ser transparente más cercano a la muerte que el templo vetusto y la esquela mal pegada con papel engomado. Para mí ha sido una partida doble, un encuentro doble, lo que yo buscaba y lo que ha venido, la información mural y el cancerbero elocuente. (Empiezo a creer que la atracción que siento por las notas necrológicas excede a la curiosidad por la onomástica y se debe a la necesidad de irme acomodando al mundo de los difuntos.)