Esa tortuosa línea que separa al artista del artesano, al creador del copista, carece, por lo que se ve, de etiología conocida. ¿Qué hace que un libro caiga o no de las manos? Por qué engancha la lectura de un cuento de Borges o un ensayo de Ferlosio pese a lo alambicado de la trama en el primero y a lo alambicado de la sintaxis en el segundo y, en cambio, la obra de la inmensa mayoría de autores, sea el que sea su procedimiento y el género literario que practiquen, produce rechazo aun no concluido el primer párrafo. Una respuesta apresurada pero quizá certera se sustancia en un término: genialidad. Dos personas, recientemente fallecidas, disponían de ese carisma.
La verdad es que traté poco a Benigno Lapas Multitudinario, lo traté poco, pero hubiera querido tratarlo más, saber de dónde sacaba la fuerza necesaria para convertir cualquiera de sus actos en una pirueta intelectual y/o en un despliegue insospechado de luces de artificio. Él, normalmente, patrullaba por el Puente Nuevo y por las inmediaciones de la plaza de la Catedral, territorios de caza en los que capturaba tanto a turistas como a indígenas para someterlos a interesantes sesiones de telepatía, telequinesia y parapsicología en general. El pasado 4 de septiembre me introdujo en el portal de Casa Tapón, prometiendo que la experiencia no iba a ser dolorosa, pero sí lo fue; consiguió recuperar imágenes de mi más tierna infancia en las que me sodomizaba nuestro médico de cabecera, doctor Citröen, y, en los jardines prohibidos del colegio de los Jesuitas, yo, alumno de Preparatoria, era apedreado por alumnos de 5º B.
Otro genio, y así era llamado, Genio, fue el brigada Uberto, encargado del control de los juegos que se practicaban por las tardes en la sala de oficiales del Casino Militar. Uberto llegaba pronto, no más allá de las tres, comprobaba que el tapete verde de las mesas careciera de migas, que los suelos carecieran de colillas y que las bombillas carecieran de excrementos de mosca. Luego, se encerraba en el llamado anfiteatro, cuarto que coronaba la sala desde donde, con su vista de lince y su larga experiencia como rector de chirlatas, vigilaba las partidas, en especial las de julepe, para descubrir posibles fullerías, bien por manipulación improcedente de los naipes, bien por conchabamiento entre participantes. Así, anotaba en un cuaderno nombres, horarios y faltas, para después, terminada la sesión, entregar al teniente Crollas un informe pormenorizado, apreciado por los jueces, hasta el punto de ser la única prueba utilizada para condenar a los tahúres, que al alba eran ajusticiados.