Las aventuras de Onán tuvieron un trágico final. En el Génesis (38:9) se cuenta que nuestro héroe, obligado a casarse con la viuda de su hermano Er, resolvió verter su semilla en tierra cuando yacía con su cuñada. Esta audaz práctica desagradó tanto al Señor Dios que dio muerte al despilfarrador Onán. De este cuento emanan dos verdades:
1) El pionero Onán pagó su destreza con su vida, pero no así sus infinitos seguidores –la inmensa mayoría de ellos sólo a tiempo parcial–, pues de lo contrario la especie humana quizá ya se hubiera extinguido, para solaz de la Madre Tierra.
2) El coitus interruptus existe y, por si algún humano poco informado desconociera ese truco, el Antiguo Testamento lo pone negro sobre blanco.
La furiosa sanción del coitus interruptus se vierte también sobre la masturbación (lo que nosotros llamamos onanismo), dado que ambas costumbres deparan idéntico final a los homúnculos lejos del lugar que, según el Antiguo Testamento, está destinado para su recepción. Pero aquí topamos con un puntiagudo problema: ¿por qué el diseño del cuerpo humano hace que, tanto en la mujer como en el hombre, las extremidades superiores –convenientemente rematadas por las manos con sus cinco deditos–, tengan tan a su alcance la zona genital? Si dichas extremidades, en toda su gloriosa extensión, apenas alcanzaran el ombligo no existirían ni el onanismo ni su condena. ¿Es que acaso el Señor Dios, en su infinita sabiduría, fue incapaz de prever que tan funcional diseño era una invitación a la autonomía sexual? (Aunque dudo que echen mano de él, aquí estoy brindando un argumento irrefutable a favor de la pseudocientífica «teoría» del Diseño Inteligente. Pero el que suscribe es más amigo de la verdad que de Darwin).
Y ahora, ya lanzado, voy a ofrecer la apología definitiva del onanismo; y para ello arrejuntaré un argumento bien conocido de la tradición judeocristiana con otro más conocido, si cabe, de la tradición griega (no olvide que de la cópula de ambas tradiciones nace nuestra cultura occidental). En el Génesis (4:1) se dice que Adán «conoció» a Eva, que concibió y dio a luz a Caín y a Abel. Al contacto directo de la unión sexual se le dice «conocimiento» (y aquí sigo escrupulosamente la interpretación que Juan Pablo II ofreció en la Audiencia General del miércoles 5 de marzo de 1980): cuando dos cuerpos se unen rítmicamente hay «conocimiento» y, por lo tanto, el sexo juega un papel decisivo en él. Y en Grecia, en el templo dedicado al dios Apolo en Delfos, figuraba la célebre inscripción «conócete a ti mismo». Ahora observe el efecto que se produce al introducir el judeocristiano «conocer» en la fórmula griega: «conócete (sexualmente) a ti mismo». ¡Estupendo! ¿No le parece una inequívoca llamada a la autosatisfacción, la apología definitiva del onanismo? Nuestra tradición cultural recomienda el onanismo, lo demanda e incluso lo exige.
El templo de Apolo en Delfos y su llamada al autoconocimiento (sexual o no) fueron destruidos en el año 390 por el emperador cristiano Teodosio I. Pero la afición al onanismo se mantuvo incólume, como bien sabemos todos.