Empecemos por el principio, esto es, por la apariencia de las cosas, y hablemos de la capa exterior de la cebolla, esa sutil película de color marrón que disfraza el contenido jugoso e irritante del bulbo. Tras el pellejo inicial, se suceden las capas de color blanco o violeta que le confieren su forma, volumen y sabor característicos. Como en casi todas las cosas de este mundo, la capa exterior de la cebolla no es sino una máscara que oculta y disimula el contenido.
Lo mismo sucede con el ser humano, capaz de añadir afeites, trapos y vestidos a la cáscara original. Nos teñimos el pelo, nos tostamos al sol, aumentamos el brillo de los labios, la longitud de las pestañas. De repente, logramos perder años, aparentar más salud, exhalar alegría. Tales añadidos pueden subrayar lo que nos gustaría ser, ocultar lo que somos y llegar incluso a suplantarnos por completo.
El vestido también nos transforma, según convenga. A veces funciona como una tarjeta de visita: es la bata del médico, el solideo del obispo, la corbata del político. En ocasiones, nos sincera con nosotros mismos: en la soledad del hogar no importa lo que llevemos puesto. En otras ocasiones nos encubre, nos vela. Crecemos unos centímetros gracias al alza de los zapatos; disimulamos la tripa con una faja; enderezamos la espalda con un buen corte de chaqueta. La vestimenta puede incluso convertirnos en impostores.
Algo así consiguió Korla Pandit (1921-1998), intérprete de jazz, cuando decidió vestirse de hindú, con turbante drapeado y una joya en la frente, casaca floreada, pantalones de lino y babuchas. A finales de los cuarenta, Korla Pandit supo crearse un personaje como organista hindú en la radio y la televisión de Los Ángeles, en clubes nocturnos y supermercados. Además del turbante, Korla Pandit sabía mirar de manera hipnótica, sonreír beatíficamente y expresar ideas de ancestral sabiduría. “En la India creemos que la música nunca muere, sino que se reencarna en las formas bellas” –afirmaba. “En medio de la multitud mantén la independencia de tu soledad” –decía. Y para acabar con los ejemplos, un lugar común: “El amor es la fuerza que une al Universo”.
El turbante y la singularidad de su comportamiento le convirtieron en un hindú de guardarropía: el prototipo de una fusión amable entre Oriente y Occidente; el resultado de aunar exotismo y éxito discográfico. A mediados de los cincuenta, Korla Pandit había logrado instalarse y participar del sueño americano: propietario de una mansión en Hollywood, casado con una hermosa mujer rubia, padre de dos hijos de color chocolate y amigo de Bob Hope, Errol Flyn o el gurú Paramahansa Yogananda, propagador del yoga y la meditación hindú en los Estados Unidos.
Pocos sabían, sin embargo, que Korla Pandit no era sino un occidental disfrazado. En efecto, nuestro protagonista había nacido en Saint Louis (Missouri) en el seno de una familia afroamericana. Su nombre de pila era John Roland Reed; su padre, un pastor de la iglesia baptista; su madre, una mujer criolla de origen francés. El resultado fue un chaval de piel oscura, que acudió de pequeño a escuelas segregadas, aprendió a tocar el piano y supo mezclar hábilmente música y espiritualidad, siguiendo el modelo paterno. Un tipo listo y con suerte. Lo del turbante fue un añadido posterior.
En cuanto pudo, John Roland Reed abandonó Missouri y se trasladó a Los Ángeles, para abrirse camino como intérprete de jazz. Corrían los años cuarenta y nuestro protagonista se presentaba en los clubs como Juan Rolando y su órgano Hammond. Su especialidad era la música latina. En aquellos días estaba de moda el mambo, la conga y el chachachá. La gente deseaba olvidarse de la guerra y se evadía bailando los ritmos popularizados por Carmen Miranda, Pérez Prado o Xavier Cugat. En ese espacio, nuestro Juan Rolando creó un repertorio de melodías vagamente exóticas, ritmos étnicos y efectos musicales de carácter hipnótico. Su invento tuvo buena acogida y Rolando se prodigó en fiestas privadas y clubes nocturnos.
En 1944 se casó con una avispada dibujante de la factoría Disney. Su esposa, Beryl June DeBeeson, fue la encargada de reinventar la imagen de nuestro protagonista, reemplazando a Juan Rolando por un personaje al que llamó Korla Pandit. Según la nueva biografía, Korla Pandit había nacido en Nueva Delhi, en el seno de una influyente familia hindú. Su madre, cantante de ópera, le inculcó el gusto por la música. Su padre se encargó de que ampliara estudios en Inglaterra y EEUU. Mientras asistía a la universidad en Chicago, Korla profundizó en la música y se convirtió en un virtuoso del órgano. Las crónicas de esa biografía ficticia hablaban de conciertos en las Islas Británicas, Europa y USA. Su pasión por la música le llevó incluso a sacrificar sus intereses políticos en beneficio del arte, pues se decía que había renunciado a participar en el gobierno de la India cuando en cierta ocasión fue requerido para ello.
Su esposa enriqueció la imagen de Korla Pandit con el turbante, la sonrisa beatífica y un enigmático silencio. Si quería parecer un auténtico hindú, debía callar la boca; no es fácil imitar el inglés de un inmigrante oriental.
Con semejante biografía, su ambigüedad racial y el disfraz, Korla Pandit se colocó como músico de continuidad en los estudios de radio y televisión de Los Ángeles. Al poco tiempo recibió el encargo de mantener el fondo musical de Chandu, the Magician, un serial radiofónico de aventuras y misterio, que le ayudó a perfilar su estilo. En dicho show, Korla creaba melodías y efectos ambientales cargados de magia y exotismo. Hacia 1950, consiguió su propio programa de televisión: Korla Pandit’s Adventures in Music, de quince minutos diarios, en la emisora KTLA de Los Ángeles, un programa del que se emitieron más de novecientos capítulos. En ellos, nuestro personaje tocaba el órgano y dirigía miradas hipnóticas a la audiencia, mientras algunas bailarinas, supuestamente hindúes, interpretaban exóticas coreografías a su alrededor.
Durante años, Pandit disfrutó de una enorme popularidad en televisión, hasta que, en 1953, fue substituido por otro pianista excéntrico, el entonces desconocido Liberace, que pasó a convertirse en la estrella de la emisora.
Korla Pandit continuó grabando discos y prodigando sus actuaciones allá donde se le pidiera: desfiles de moda, cabalgatas, shows de venta de coches y pizzerías. En los 60, precisamente cuando los hippies pusieron de moda la psicodelia y los sonidos exóticos, Korla ya estaba relegado al tercer plano de la popularidad. Sus creaciones musicales para la meditación, hipnóticas y seductoras, sus melodías foráneas y las versiones que realizó de grandes éxitos (pasodobles españoles incluidos), cayeron en el olvido del gran público hasta que fueron rescatadas por el ultra-lounge de los 90.
Próximo al final de su vida, Korla Pandit reapareció en la película Ed Wood (1994), de Tim Burton, interpretándose a sí mismo, con turbante drapeado, sonrisa beatífica y el enigmático silencio que le había caracterizado. En la película de Tim Burton, Korla interpreta al órgano la melodía Nautch Dance mientras Johnny Deep, disfrazado de mujer, realiza un striptease entre las carnes de un almacén frigorífico. Síntesis de la fusión surrealista entre un oriente falso y un occidente grotesco.
La vida ficticia de Korla Pandit, su color marrón cebolla, su turbante, mirada hipnótica y espiritualidad, estuvo inextricablemente unida a su vida real, si es que la tuvo. Su dimensión pública, ese yo suplantado que representó durante tantos años, tuvo un peso tan importante en su existencia que nadie supo hasta después de su muerte que Korla Pandit había sido un impostor. Le ganó la corteza.
¡Incluso sus hijos descubrieron tres años después de su muerte que ni ellos tenían sangre hindú ni Korla Pandit había sido otra cosa que un afroamericano con disfraz!