He recorrido muchos abismos en el cielo y en la tierra. Algunos han permanecido en mis sueños, otros se borraron por las tormentas y turbiones. En ciertos lugares encontré muebles de las casas de los dioses o de los muertos. Hay un instrumento de liturgia disperso en ciertas esferas, especialmente siniestro, llamado Tenebrario. Es un gran candelabro parecido a la menorá judía o lámpara de aceite de los siete brazos, en este caso dispuestos escalonadamente y en forma triangular, que crea cierto espanto cuando el alma cansada lo enfrenta sin aviso. Cuando se utiliza, las velas o candelas se van apagando por los oficiantes, ya que el Tenebrario todavía se usa en la liturgia del Oficio de Tinieblas, mientras el Profeta expira en la cruz, el velo tremendo del Templo se ha rasgado de arriba abajo y se cantan Salmos y las Lamentaciones del oscuro e iluminado Jeremías. Las velas del Tenebrario, situado en el presbiterio del templo, van apagándose de izquierda a derecha tras cada rezo, quedando encendida solo la más alta, que en algunos lugares suele ser blanca mientras las otras son amarillentas, de cera virgen pura sin blanquear.
Cuando el templo quedaba y queda en tinieblas, se produce el estrépito: los clérigos y los fieles producen ruidos golpeando con sus libros u objetos para recordar el griterío del infame apresamiento en el pequeño jardín de los Olivos milenarios que sube al jardín de la Agonía. O bien el estruendo que se dice que se desató tras o durante la Muerte de Dios. Pero en la muerte del dios, sin lugar a dudas, lo más tremendo que se produjo —y lo más misterioso— fue la rasgadura del velo del templo de Jerusalén. Este separaba los lugares santos del recinto del Santísimo donde residía la presencia divina. El Santísimo solo podía ser visitado una vez al año por el Sumo Sacerdote para realizar sacrificios. El velo era un cortinaje titánico, que solo podían enrollar sesenta hombres, y varios caballos tirando de cada lado no podían romperlo. Sus dimensiones eran de veinte metros de altura y otros tantos de anchura y de diez centímetros de grosor, tejido con lana y lino en colores maravillosos y figuras de querubines y águilas.
En el último suspiro del Cristo se rasgó desde el abismo celeste hasta la tierra. Se oyó un alarido, se produjo un terremoto —o se dice que un imposible eclipse— y algunos muertos santos en dormición despertaron y salieron de sus tumbas. Según las creencias de los sabios, la brecha del velo roto juntó lo divino con lo humano que hasta entonces habían estado separados, y produjo el prodigio de la muerte del inmortal, que al tercer día resucitó.
¿Qué fue del mundo durante esos tres días aciagos e impensables en los que el dios estuvo muerto? Sólo la teoría mística del velo es capaz de explicarlo: Se produjo una fusión violácea, azul y escarlata, de los colores y figuras, en la cual se fundieron para siempre el pecado y el perdón de la Humanidad, y la vida y la muerte de dios. El Tenebrario y su “estrépito” son artefactos litúrgicos oscuros que lo conmemoran. Aunque algunos brillen con la ostentación del barroco y el revestimiento con pan de oro.