Objetivo de ventas

Solo, por favor


Los vapores del odio le ascienden por los ojos. Quiere sentirse extraño. Más, cuando siempre hubo mantenido la calma en situaciones similares. Nunca habría deseado hacerlo, pero esta vez está dispuesto a lo que sea, asumiendo ese papel que siempre había rechazado categóricamente. Palabras como «deleznable», «ridículo» o «injustificable» habían formado parte de sus ripios moralistas. Claro que… jamás se había visto en la tesitura en que se encuentra ahora. De ahí que el odio haya aparecido con fuertes palpitaciones y sudores fríos, y que él se refleje lívido en el espejo del baño tras remojarse el rostro en el lavabo mientras intenta serenar el ánimo. Quería sentirse extraño, pero no de ese modo. Advierte cómo el alma va pudriéndose, y lo percibe en cada una de las fibras musculares, de la cabeza a los pies. Ni siquiera le importa qué pensarán de él a partir de ahora, pues una niebla de rabia le cubre el resto de las ideas. Así, ofuscado en el terrible pensamiento, sueña despierto cómo abordar el crimen.

No dispondrá de mucho tiempo.

Se acerca un cliente mientras simula estar distraído. El cliente mira aquí y allá; parece dispuesto a decirle algo, pero sigue observando el género. El vendedor se desliza en pasitos cortos hasta casi cruzarse en el camino del cliente, pero este, absorto, le esquiva por instinto… aparentemente, pues ve al vendedor por el rabillo del ojo e intuye la adrenalina de un lobo al acecho. El vendedor sabe que debe esperar. Mira el reloj: únicamente doce minutos para las diez, ¡o le interpela o le dejará escapar por caja!, y habrá acabado el mes de marzo, lo que supondría el tercer fiasco consecutivo. Le brilla la frente de sudor, siente el corazón empujando la camisa, los dedos de los pies se enganchan al interior de los zapatos, conteniendo la embestida… De repente:

—Disculpe, ¿podría ayudarme?

—Sí, por supuesto. Dígame —contesta, solícito, el vendedor.

—Mire: no acabo de decidirme. Estoy buscando un traje de lana fresca, pero preferiría algo más clásico. Tampoco con línea diplomática, claro. No, sino algo así, en gris marengo tal vez, o incluso gris, pero no tan entallado. No sé si me explico.

—Perfectamente, caballero. Fíjese en el que llevo…

—¡Justo! Algo así —exclama esperanzado el cliente.

—Desafortunadamente, es el único que nos queda —le replica con fingida pesadumbre.

—Es una lástima —comenta el cliente, y añade—: Mañana a primera hora debo a acudir presentable a una entrevista y no tengo un traje decente.

Las meninges del vendedor están a punto de hacerse fosfatina, pero una chispa prende en mitad de la desesperación:

—Es suyo.

Una sonrisa de sorpresa surge en el rostro del cliente. Asombrado por la oferta, logra lanzar un leve grito:

—¿¡En serio!?

—Resulta heterodoxo, pero ¿qué es de la humanidad si no nos ayudamos los unos a los otros?

—Es usted una buena persona.

—Para eso estamos… Además, tenga en cuenta que es un traje usado. Debo hacerle un buen descuento.

—¡Ni hablar! —replica el cliente.

—Desde luego que sí. No se hable más: ¿ve este traje? Es de una serie nueva, de la misma marca. Bastará con pasar su etiqueta por caja. Ande, vayamos al cambiador. Tenga, usted lleve el traje nuevo, que allí le extraigo la etiqueta, se la añado al que llevo y me planto el nuevo, y usted se prueba el mío. Y si le vale, que creo que sí, usted sale del aprieto.

A la mañana siguiente, el vendedor es llamado a recursos humanos, donde le explican que ha cubierto el mes de marzo por los pelos, que no es suficiente tras dos meses seguidos sin cubrir la cuota, pues el trimestre va por debajo, que, sintiéndolo mucho, bla, bla, bla: despedido, vamos. Desolado, sale al pasillo y se cruza con el cliente de ayer, que, con una sonrisa de oreja a oreja y bien trajeado, se dirige hacia la tienda a darlo todo por la empresa.

Objetivo cumplido.