O de OLVIDO

Alfabeto anal

Solo se puede olvidar el pasado, aunque el pasado es eso que siempre vuelve. En el museo de antropología de Bruselas se puede leer esta frase: “Todo pasa, menos el pasado”. Otra cosa muy distinta es olvidar el paraguas en el paragüero de la taberna o las llaves dentro de casa cuando ya has cerrado la puerta, que son olvidos cotidianos, contrariedades que ocupan gran parte de nuestro tiempo y que, según un experto, pueden ocurrir 10.000 veces a lo largo de una vida.

Una noche me levanté para beber un vaso de agua, el vaso me resbaló de entre las manos y se hizo añicos. Lo recogeré mañana, me dije. Pero a la mañana siguiente había olvidado el incidente, así que me clavé un cristal en la planta del pie y tuve que ir a urgencias, en donde conocí a Deisy Castillo, una bellísima auxiliar de enfermería nacida en Cotacachi, el pueblo mágico. Nos vimos durante un par de semanas, fue un romance ligero y divertido. Ella se olvidó pronto de mí y así se truncó un futuro que pudo ser brillante e intenso, con una boda muy bonita y el posterior nacimiento de la pequeña Maybeline, niña dulce e inteligente que, de mayor, hubiera descubierto la fórmula para crear el túnel de Einstein-Rosen en el colisionador de hadrones de Ginebra. El olvido de Deisy le infligió un gran daño a la ciencia de los viajes interdimensionales, eso que nos habría cambiado la vida.

Sin embargo, es posible olvidar el futuro: hace unos años me olvidé de la cita con el que iba a ser el editor de mi primer libro de poesía, que no se publicó jamás. Aquel día sufría de una enorme resaca y, cuando más tarde caí en la cuenta de mi olvido, el editor estaba de vacaciones en un velero rumbo a Ibiza y nunca más supe de él. De haberse publicado el poemario, mi vida habría sido la de un intelectual reconocido y traducido a varios idiomas, conferencias y algunas clases magistrales en universidades del mundo occidental, en especial en Princeton, en donde habría compartido un par de almuerzos con Paul Auster. En uno de esos almuerzos le conté al bueno de Paul mi aventura con los cristales rotos, la enfermera Deisy y lo de Einstein-Rosen. Paul me escuchó con esa atención inquietante de los hombres altos y guapos con ojos azules, y tomó algunas notas en una libreta minúscula y verde que luego insertó en el bolsillo de sus pantalones tejanos. 

Un par de años más tarde, inspirado por mis confidencias en la cafetería de Princeton, Auster habría publicado la novela The man who Sold the World (que le costó una demanda de David Bowie y que en España se editaría, en Seix Barral, bajo el título de El vendedor de mundos, para evitar una nueva demanda de los aguerridos abogados del cantautor de Brixton). Cuando Christopher Nolan le compró los derechos a Auster para la multimillonaria producción The case of Sator Arepo, también nos contrató a ambos para escribir el guion, y así pude comprarme una casita en Salò, en la orilla izquierda del Lago di Garda.

Lo que olvidamos aquí sucede allá, en el otro lado del túnel de Einstein-Rosen, le dije una tarde a la camarera de la Osteria di Zeno, en Bardolino. Los reflejos del lago brillaban en su pelo negro. Por entonces ya me habían diagnosticado la enfermedad, así que quizás se trataba de un camarero que servía en la terraza de la Cervecería Conde Drácula, en la Vía Julia de Barcelona, a donde suelo ir algunas tardes desde que me he jubilado, tras treinta años como profesor de primaria en una escuelita del extrarradio. Allí me tomo un par de cañas antes de volver a mi pisito, que a veces cambia de lugar. Deisy me manda un mensaje. Dice que vendrá a verme la semana próxima, pero yo sé que se va olvidar otra vez de mí.