¿Nos hemos visto antes?

Lógica (pati) difusa

 

Hace dos años me invitaron a una fiesta de cumpleaños. No quería ir: el lugar de la celebración estaba lejos, la relación con la anfitriona era superficial y jerárquica  y, lo más importante,  me repatea socializar. Lo último que me apetecía era perderme entre las montañas del Maestrazgo, encontrar la casa en un pueblucho perdido y confraternizar con gente desconocida durante cuarenta y ocho horas.

Tuve que aceptar porque  quien me invitaba era mi jefa. Hace dos años, cuando ocurrió lo que ahora cuento,  trabajaba en una empresa  publicitaria y estaba  a punto de ser ascendida. El sueldo  en mi nuevo puesto ejecutivo  doblaría al que tenía entonces, además disfrutaría de cochazo de empresa y de dos sustanciosos bonos anuales. ¿Se puede pedir más? A los treinta y cinco años, soltera  y con méritos suficientes para acumular ahorros millonarios, me sentía plenamente satisfecha. Mi meta era seguir así hasta la jubilación. Para colmo de felicidad, no tenía gato.

En aquella época salía con hombres distintos cada mes, por no decir cada fin de semana. No quería compromisos, solo buscaba  sexo y poca conversación. Aunque cada vez costaba más encontrar un hombre que se apañara bien en la cama. He de decir que este asunto no me preocupaba. El trabajo y  los logros profesionales ocupaban toda mi atención y energía. He dicho que no tenía gato, añado que  tampoco amigas. Mi familia vivía lejos, de manera que no estaba atada a nadie.

Mi jefa se estaba haciendo vieja, cumplía sesenta años y no me perdía el ojo. Se había empeñado en buscarme novio, quería que perdiera mi libertad quizás porque ella no la había catado en su vida; la pega es que era la dueña de la empresa y no podía desairarla. Creo que tramaba una encerrona de casamentera.

Llegué la tarde de un viernes al pueblo, era un lugar hostil para cualquier ser civilizado. Calles, tres, sin asfaltar, una iglesia medio derruida y la casa donde pasaría dos noches, desconchada y fea. La entrada estaba decorada con farolillos y banderas tibetanas, una ordinariez muy propia de mi jefa. Repasé los coches aparcados, la mayoría de gama media, aparqué un poco lejos, con la intención de salir rápido y con cualquier excusa si el ambiente me resultaba insoportable. Salieron a recibirme, jefa, marido, hijos y varios de sus amigos. Me asignaron una habitación pequeña, sin baño y con un colchón infecto y  abombado. En cuanto llegó la hora de la cena  ya tenía excusa —un robo en mi piso—  para huir el día siguiente a primera hora.

Me sentaron al lado de un joven un poco regordete y de una niña chillona. Quince personas ocupábamos la mesa, otras veinte se habían repartido por otras casas del pueblo, la fiesta se celebraría el sábado, con músicos y juegos, súper divertido, en palabras de la anfitriona. En cuanto me senté,  el compañero de mesa, se dirigió a mí:

—Perdona mi nerviosismo, ¡hacía tanto que no te  veía y tenía tantas ganas! Cuando me enteré que trabajabas en la empresa de mi tía no me lo podía creer. Dije, ¡la Vanesa, no, no puede ser! Y ahora estás aquí… Te veo cambiada, eso sí, no tan guapa como te recordaba, pero el aspecto físico es lo que menos me importa de ti. Fíjate que no me he casado porque he esperado siempre este momento.

Me había quedado sin palabras, rebuscaba en mi memoria para dar con el atontado que me hablaba. Le sonreí mientras repasaba frenética los compañeros de instituto, de Universidad, los ligues pasajeros. Nada, y mientras tanto, la tortilla de patatas en el plato. Quería comer y que se callara de una vez, sin embargo, como no leía el pensamiento, siguió.

—Sí, Vane, he pensado que ahora o nunca. ¿Nos casamos?

—Perdona, ¿nos hemos visto antes?

—¡Qué sentido del humor tienes! Anda, Vane, que ya sé que no sales con nadie, si mi tía me tiene al día de tus andanzas. He pensado si no será porque también esperabas  este momento — suspiró—. Y creo que sí, la verdad.

Le miré con atención, con descaro. Sí, su cara me era familiar, me percaté de que tenía ya algunas canas y que lucía unos dientes muy blancos y demasiado grandes. Me sonaba una barbaridad pero no conseguía ubicarlo en mi vida.

—¿Y cuál es tu mejor recuerdo de mí?

Confiaba en que esta pregunta trampa me llevara al hilo de dónde nos conocimos.

—¿Cuál? ¡Pues cuál será, mujer! Cuando te salvé de morir ahogada en la playa de Tarifa. No lo olvidaré mientras viva, y eso que he visto muchos ahogados. Tú eras distinta, estabas casi muerta. Te reanimé enseguida, tus padres me invitaron a cenar en una pizzería. Mi mejor recuerdo es el de verte tumbada en la arena. ¡Qué guapa, despedías luz!  Mira, hasta me emociono al recordarlo  —me enseñó el  brazo con el vello erizado—.  Cuando te hice el boca a boca, prometí que si te traía a la vida nos casaríamos.

¡Era el socorrista que me salvó  veinte años atrás! Recuerdo que salí con él dos tardes, por agradecimiento, no porque me gustara, yo era entonces una adolescente muy pizpireta. Ni siquiera guardaba recuerdo de su fisonomía. De regreso a la ciudad me escribió  varias cartas que no contesté.

— ¿Y sigues salvando vidas? ¿Cuántos años tienes?

—Sí, salvo vidas de cabras, ovejas y cerdos, soy el veterinario de esta zona. Tengo cuarenta y dos años, siete más que tú. ¡Pero qué olvidadiza eres! Bueno, qué, ¿nos casamos?

Sí, nos casamos un mes más tarde en  la iglesia del pueblo. Después vino el confinamiento, mi empresa cerró y ahora el pueblo  de las tres calles es nuestra casa.