Noche de tormenta

Pesca de arrastre

A Julio Cortázar y La noche boca arriba


Un tercio de nuestra vida lo pasamos durmiendo; sin embargo, no somos libres para poder elegir
el contenido de nuestros sueños.

A Raúl le obsesionaba desde hacía tiempo la idea de llegar a controlar lo soñado; ser el actor
principal de un guion diseñado por él, hecho a su medida. Por eso, siempre que se disponía a
dormir, antes de cerrar los ojos, ideaba una historia sugerente y se dejaba envolver por su
contenido, intentando que su subconsciente atrapara ese pensamiento; pero no había manera.
Asumía papeles fascinantes. Por ejemplo, el de un músico famoso, atractivo y seductor,
aplaudido por la crítica y el público, siempre inmerso en una nube de admiradores, envidiado por
los hombres, deseado por las mujeres… O el de un héroe de película, singular aventurero a mitad
de camino entre Indiana Jones y James Bond, enfrascado en su lucha incansable contra el mal,
capaz de salir indemne de todo tipo de vicisitudes. O también el de un afortunado explorador
que, tras un naufragio, llegaba a una isla perdida en el Pacífico, llena de palmeras y nativas
jóvenes y sonrientes, con collares de flores y los senos al aire, que le daban la bienvenida. Pero
lo que obtenía cuando caía en brazos de Morfeo era mucho más prosaico: alguna pelea con el
jefe, algún incidente en la calle, historias absurdas sin pies ni cabeza, pesadillas… nada que ver
con su proyecto.

¿Por qué el sueño iba por libre y no se acomodaba a sus deseos? ¿Tan difícil era? Solo consistía
en enlazar el mundo consciente cuando estaba despierto con el universo onírico nada más
dormirse. Cruzar el puente que va de la vigilia al sueño. Pero la dificultad de lograrlo era un
hecho innegable. Se hacía necesario investigar los caminos, las formas de conseguir el objetivo.
Consultó a psicólogos y a psiquiatras. Unos se empeñaron en hacerle el psicoanálisis y otros en
atiborrarle a pastillas. Todos estaban convencidos de que lo suyo era un trastorno mental
necesitado de la terapia y de la medicación adecuadas:

—El sueño es una artimaña psicobiológica imprescindible para el ser humano porque le permite
recuperar su actividad psíquica y física —decía uno—. Por ello, es necesario que las personas
desactivemos nuestro cuerpo, también nuestros pensamientos, y nos situemos en un estado que
nos permita restaurarnos. De lo que se deduce que es imposible enlazar las ideas durante el
estado de vigilia con las mismas imágenes cuando dormimos. Sencillamente: no tenemos control
sobre ellas.

—Esa necesidad que usted tiene de evadirse de la realidad no es otra cosa que el reflejo de un cúmulo de carencias afectivas cuyo origen está en la infancia y que promueve en su inconsciente un estado de ansiedad que raya con la neurosis obsesiva —decía otro—. Debe abandonar ese proyecto tan imposible como descabellado, acudir a consulta una vez por semana y someterse a tratamiento.

Lejos de resignarse, buscó otros caminos. Consultó a expertos en materias esotéricas. Compró
atrapasueños, libros de filosofía zen y de parapsicología, valeriana a granel, manuales de
relajación, un curso de yoga… Redujo la ingesta de alimentos en la cena, se alejó de viejos vicios
queridos como la nicotina, el café, el alcohol, las comidas muy condimentadas… Hacía una tabla
de ejercicios antes de acostarse, procurando mantener en el dormitorio una temperatura
constante. Todo encaminado a crear un ambiente propicio para conseguir sueños agradables y
tranquilos. Pero ni por esas. Hasta aquella noche de finales de verano en la que estalló la tormenta.

Aquel día de septiembre había hecho mucho calor. Por la tarde se formaron densos nubarrones de
color gris y, ya comenzada la noche, justo a la hora de dormir, empezó a llover. Por la ventana
entreabierta se podía percibir el fragor de la lluvia y el olor a tierra mojada. Era una sensación
sumamente agradable.

Raúl se iba quedando adormilado acunado por truenos y relámpagos. Lentamente comenzó a
enlazar con el sueño, muy similar a la realidad, pues en lo soñado también era de noche, había
una cama junto a una ventana abierta con un hombre acostado intentando dormirse. Era él. Fuera
llovía. Los relámpagos iluminaban los objetos del cuarto. Al fondo podía vislumbrarse un paisaje
de mar con palmeras que se cimbreaban mecidas por el viento desatado por la tormenta. ¡Estaba
en una isla paradisíaca! Al fin sus deseos parecían cumplirse.

De pronto, la luz lechosa de un rayo en medio de la oscuridad iluminó violentamente un cartel
que estaba colgado en la pared; en él aparecía una foto de un atolón polinesio y, encabezando la
foto, ponía: Centre d’expérimentation du Pacifique, Département des essais nucléaires de Mururoa.

Otro segundo relámpago, casi consecutivo, permitió distinguir en la lejanía del paisaje a un
grupo de mujeres jóvenes, como las que imaginaba cuando estaba despierto e intentaba soñar con
ellas. Venían corriendo hacia la casa. Al parecer el aguacero las había sorprendido durante la
noche y ahora buscaban un lugar donde guarecerse. Y el destino había querido que ese lugar
fuera precisamente donde Raúl se encontraba, una cabaña rodeada de palmeras y en medio de la
isla. El sueño le brindaba la oportunidad de lograr sus deseos. Consciente de ello, intentó sacar
provecho de la situación, abandonó la ventana y fue derecho hacia la puerta. Cuando abrió, se encontró con cuatro hermosas jóvenes de cabellos mojados, cuyas escasas ropas, también
mojadas, se le pegaban a la piel resaltando sus encantos naturales. El cuadro habría sido de lo
más excitante de no ser por el gesto serio, la mirada fría y opaca, con el mismo tono blanquecino
de los relámpagos en las pupilas, y el cuchillo de grandes dimensiones que cada una de ellas
esgrimía de forma amenazadora. En ese momento comprendió que ya era demasiado tarde para
dar marcha atrás y que seguramente jamás podría despertarse de aquella pesadilla.