No puedo evitarlo

Las horribles historias de Sileno


Salgo tempranito para dar mi paseo matinal (me he propuesto caminar seis mil pasos antes del mediodía) y me cruzo con el chaval que gradúa la vista en la óptica del barrio. Es un tipo de unos cuarenta años —un chaval, si a eso vamos— con el pelo grasiento y unas enormes gafas de concha que se le comen la mitad de la cara, un rostro estrechito y enfermizo. Con granos. Cuando no se le ve con la bata blanca de la óptica, el muchacho pierde enteros. No obstante, lo sorprendente es que iba fumando un caliqueño apestoso de buena mañana. Pero, ¿tú fumas?, le he espetado con extrañeza, ya que no esperaba de él un comportamiento tan ajeno a los hábitos saludables. Me ha mirado desde detrás de sus enormes gafas de optometrista y se ha encogido de hombros y ha balbuceado una respuesta que, por supuesto, no he escuchado.

Más tarde me he encontrado con su jefe, el dueño de la óptica, un tipo dicharachero que se las da de esteta. De hecho, él es quien se ocupa de recomendar los modelos de las gafas que vende, mientras que el muchacho del pelo grasiento decide las dioptrías que necesita el cliente. El dueño de la óptica estaba haciendo cola delante de la caseta de la ONCE revisando los papelitos que llevaba en la mano, dispuesto a invertir las ganancias, si las hubiera, en un próximo sorteo. Yo pensaba, le he dicho, que con la óptica tenías ingresos suficientes y no necesitabas invertir en engañifas. Es más, siempre otorgo virtudes a los otros, y no me imaginaba que una persona como tú se dejase llevar por sorteos que no tocan. Sabrás que no tienes posibilidades de que te toque algo que valga la pena, le he dicho con mi habitual descaro.

En la panadería estaba el doctor Carnero comprando lionesas y un brazo de gitano de crema. Además, llevaba en el cesto un par de bolsas de patatas fritas y unas latas de cerveza con alcohol. Lógicamente he tenido que recriminarle la compra, sobre todo después de que en la última visita me amenazara con la glicosilada y los triglicéridos. Pero bueno, doctor, le he dicho, ¿no debería usted predicar con el ejemplo? ¿No se deben evitar los alimentos ultraprocesados y la pastelería en particular? Míreme a mí: he entrado para comprar una barrita de pan integral, que me comeré al mediodía con un trozo de merluza hervida y un tomate. El doctor se ha justificado con que los domingos se pueden hacer excepciones. Le he sonreído sin convicción, porque no me gustan los hipócritas.

Tampoco me gusta lo que hace don Jesús, el cura párroco de San Severo. Resulta que la semana pasada me lo encontré en el Hospital Clínico en la cola de donantes de semen. Yo volvía cabreado de la ventanilla porque la administrativa me había dicho que, a mi edad, ya no podía seguir haciendo donaciones. ¡A 355 euros la dosis! Y allí estaba don Jesús, disimulando en la cola de los jóvenes.

—¡Vaya, don Jesús! —le he saludado— ¡La suerte que tienen los que todavía no han cumplido los cuarenta! ¿Qué pasa, que mis reservas ya no sirven y las de un curita de barrio sí? No me dirá que está aquí acompañando a un amigo…

Don Jesús se ha puesto de todos los colores, habida cuenta de que se pasa la vida recomendando contención sexual a la feligresía.

—¡Ostras, Marcial, qué sorpresa! Ten en cuenta que, dada mi condición de célibe, no tengo la oportunidad de engendrar hijos legítimos… Así que con mis donaciones colaboro con la obra de Dios en la repoblación del mundo —todo esto en voz baja y disimulando. Luego ha concluido: ¡A saber cuántos chiquillos sanos nacen de mis donaciones! Anónimas, siempre anónimas. Ya ves que voy disfrazado de paisano.

Como le he visto azorado, le he propuesto que nos fuéramos luego a comer juntos, pagando él, naturalmente, con los 355 euros de la donación. Y por mí, don Jesús, todo olvidado. (Si lo cuento ahora aquí es porque he tenido la precaución de cambiar los nombres del interfecto y de la parroquia que regenta. Yo soy un tipo legal, aunque un tanto impertinente. Lo reconozco).