«La potencia. Cifras de palabras arremolinadas sobre papeles al viento, adhiriéndose a cabezas extasiadas, a la fuga, rompiendo esquemas y principios. Fines en sí mismos, desnudando tu conciencia, y la tuya, y la de aquél. Faranduleras, repican las sílabas en cada verso, que, por no haber, ni encabalgan líneas en prosa. Desciende a los infiernos cada deseo que escapa de tu alma, rendida a la soledad en que la deja Jean-Paul. La nada. No es voluntad enferma, no es fracaso adaptativo; es desasosiego porque no existe [“la nada”]. “Lleno, por favor” o “solo, por favor”, mas nunca dirás: “nada, por favor”. Ni merece la pena cuestionárselo [a tu “ser”]. Lo complejo. Abundan las conexiones, anota dónde está cada nodo, a dónde reparte, de dónde le llega la información, pero no desesperes si no logras atar todos los cabos. Mantén la atención, sin excederte. Sé prudente en entenderlo, sin precipitarte, y guarda un lugar para diversas interpretaciones; sólo son palabras, en un torbellino de papeles, a billones. Ésa es su potencia.
Sigue leyendo, por favor.
En un ejercicio de prestidigitación, intenta recomponer un puzle de mensajes en una imagen vívida (o vivida, si lo prefieres). Como que estás en un bar, brindando con los amigos, arreglando el mundo a golpe de carcajadas, sin más música de fondo que el runrún propio de cualquier garito en el que se toma alcohol. Puedes añadir tantos detalles como quieras, incluso chistes sin gracia. Cuécelo en una marmita de delirios, utopías e ideas felices. ¿Lo tienes? Es un amasijo de imaginación y fantasía. Ahora estíralo con una interpretación, aplástalo con otra y, finalmente, moldéalo libremente. Eso es un texto, amigo. Desde ahí puedes acudir a la tecnología punta para registrarlo: en voz grabada o en voz escrita, como te plazca. Pero nunca olvides que antes recompusiste un puzle.
Puedes seguir leyendo.
Ésta es pues la advertencia. Sigue leyendo sin olvidar quién eres, sigue empapándote de ideas de otros sin olvidar tu criba personal, sin caer en imposiciones. Y sin imponerlas tú».
Cuando terminé de leer esto, fui a comprobar la trampa. No estaba en su sitio, sino algo alejada de la leñera. Al no ver cuerpo de rata, creí que me la habían vuelto a jugar las muy astutas. Resignado a reponer el cebo de queso, cogí la trampa y la solté de golpe con repugnancia —¡no soporto las ratas!—; había una cabeza dentro. ¿Dónde estaría el resto del cuerpo? Desmonté la pila de leña, aparté unas macetas de hiedra y allí lo encontré. Sus restos. Deduje que sus compañeras habían dado cuenta de ella. E imaginé que habrían estado discutiendo, en lenguaje de rata, cuál de ellas cobraría el preciado queso que todas olfateaban. No sé si la más audaz, pero sin duda la más tonta fue presa de la turba: un escaso segundo para deleitarse con el queso antes de ser decapitada; su cuerpo desprendido, agitándose otro segundo más, hasta dejar de ser, parcialmente devorada por las agitadoras, las que la dejaron a merced de su gula. O quienes la empujaron. Nunca lo sabremos.
Se me quitaron las ganas de leer.
He retomado la escritura, aislado en la nada que no existe, perdiendo la cabeza en este exiguo mural de ideas que me acompaña de vez en cuando, solo, conmigo, abandonado a la suerte y al placer de construir frases que pueda releer al cabo de un tiempo. Puesto que, al fin y al cabo, alguna vez me pertenecieron y quién sabe si alguna vez las compartí. Si alguna vez éste u otros fragmentos de mi ser acaban por ahí dispersos, devoren sin compasión, que mi cabeza ya estará por otro lado. O no. Nunca lo sabremos.