Nicasio

Pesca de arrastre

 

Nicasio fue aquel del comentario tonto cuando la muerte de Pancracio, de cuerpo presente durante el velatorio: “Es evidente –decía, mirando el ataúd- que el fallecido está muerto, porque no respira”.

Nicasio era un amigo de la infancia, digamos que “a tiempo parcial”, solo visible en épocas de vacaciones escolares o cuando, ya algo mayor, me escapaba esporádicamente unos días al pueblo de mis padres, harto del estrés urbano y deseoso de poner tierra de por medio. Él era de allí. Y se alegraba mucho de vernos a los que veníamos de la ciudad.

Ya apuntaba maneras de pequeño. Una vez que un perro perseguía a un conejo que se coló dentro de su finca y que al final pudo saltar el muro y escapar milagrosamente de su perseguidor, comentó: “Si lo coge antes de llegar a la pared, ese… no llega a la pared”.

De mozo tenía la mala costumbre de coger su moto y desplazarse seis kilómetros, hasta la localidad de al lado, para tomarse una cerveza, porque decía que era una peseta más barata que la que le ponían en su pueblo. Y que a él no le robaban. Faltaría más. Creo que ahorró poco.

Compró pescado en la tienda y parece que le engañaron. Decía: “abrí el paquete con la pescadilla hecha rodajas y me habían puesto ¡todo cabeza! Así que me agarré un cabreo que cogí el paquete y lo “hondeé” todo por el regato. ¡A tomar por saco! ¡Que se creen estos que me van a engañar a mí!”.

Una vez hizo un intento de ennoviarse que no llegó a buen puerto. La gente le preguntaba: “Nicasio, ¿qué fue de aquella novia que tenías?”. Y el comentaba: “No me quiso y la dejé”.

Un día, una ráfaga de viento fuerte arrancó el sombrero de uno que iba a caballo, con tan mala fortuna que fue a parar a una rama en lo alto de un árbol. Alguien se prestó a derribarlo tirándole un palo. El comentario del amigo Nicasio era de peso: “Ese, en cuantito que lo tires, se viene abajo”.

Una vez el señor cura y él fueron de caza. Resultado de la misma: dos piezas. Una liebre y un mochuelo. Y el de la sotana, que era un listo y sabía latín, decía: “Vamos a repartir esto como buenos cristianos. Para mí, la liebre y para ti, el mochuelo. O, si lo prefieres, para ti, el mochuelo y para, mí la liebre”. A lo que el otro, después de un buen rato pensativo rascándose la cabeza, dijo: “No sé, señor cura, cómo lo hace, que siempre me toca el de la cabeza gorda”.

Un caso, ya digo.

(Cuento basado en los chascarrillos que contaba mi suegro Gonzalo Martín, más conocido como “Tío Gonzalo el pielero” o el “salamanquino”.)