Ni limosnas, ni propinas, ni regalos

Las horribles historias de Sileno


Tengo por norma no desperdiciar mis recursos económicos en baratijas ni bisutería; aprovechar la ropa hasta que se pudre de puro vieja; arrastrar los zapatos mientras la suela no se les desprende; vestir con batines de mis abuelos; acabarme las cajas de medicamentos hasta no dejar una píldora; apurar las colonias; aprovechar las últimas gotas de la botella de aceite y, desde luego, no invertir en regalos ni soltar un céntimo en limosnas. Prefiero que no me inviten a cenar que tener que llevar una botella de vino. El vino me lo bebo yo. Y la calderilla que me ahorro en limosnas y propinas la invierto en cervezas de oferta que compro en el Día. 

Tales principios me los aplico de manera tozuda, incluso cuando me permito echar una cana al aire, emprendiendo un viaje de placer (¿?) con el Imserso, como el que nos llevó, hace unos días, hasta una triste capital de provincias donde culminamos un “programa de turismo cultural de interior”. Tres días, dos noches, por un precio de risa. Ginés se empeñó en que fuéramos juntos porque también iba su novia actual (esa tal Pruden, que es maestra jubilada) y no tenía la seguridad de que ella lo aguantara durante todo el viaje. Para no sentirse solo, ya ves. Así que me subí al autobús con ellos y aguanté que fueran haciéndose arrumacos durante el trayecto de ida, mientras yo dormitaba en el asiento de atrás. Y es que Ginés, el pobre, necesita muestras de cariño, algo que, por lo visto, no le prodigaron sus padres de pequeño porque no les hacía gracia tener un hijo con polio.

Lo cierto es que tanto autobús y tanta cerveza consiguieron que se me hincharan los pies, así que bajé del autobús en Cuenca (¿era Cuenca, era Huesca, Teruel…?) con pocas ganas de caminar ni gozar de las estupendas vistas y edificios (¿?) que el lebrel de la excursión pretendía enseñarnos. Hacía un calor insoportable. Así que me enteré de cuál sería el lugar y la hora de la comida y abandoné el grupo en beneficio de la paz que procura una soledad bien escogida. Me adentré entonces, caminando a mi ritmo, en las sombras del barrio viejo y encontré una iglesia abierta.

No es que sienta interés por la arquitectura eclesiástica ni que me llame el fervor religioso. Las iglesias abiertas son un lugar fresquito donde descansar y pensar en mis cosas, así que me dirigí hacia la puerta de la parroquia de san Lorenzo, que a tal santo estaba dedicada, quitándome la gorra al entrar, porque la comodidad no debe estar reñida con la corrección. En el vestíbulo, al amparo del sol canicular, una mujer mayor, renegrida por el sol y con un vaso de plástico en la mano, me lanzó una salmodia pedigüeña apenas comprensible porque su lengua parecía trabada por el exceso de alcohol. No soy partidario de dar limosnas, ya lo he dicho, y mucho menos si quien se beneficia de mis favores pretende darse un garbeo por los bares más próximos. Me negué, obviamente, y entré en la iglesia. 

Estuve un rato sentado frente al altar mayor, donde se exhibía la imagen de un tipo con una palma en la mano y mirada estrábica, detalle que atribuí a la falta de pericia del escultor. Al pie del altar, a mano derecha, había una mesita con estampas del santo y un cestito con un letrero: “Limosnas para Dios y para los hermanos necesitados”. El letrero se las traía, por inconcreto. ¿Cómo hay que hacer para que las limosnas lleguen a Dios? ¿Y para qué demonios, con perdón, necesita Dios las limosnas? ¿Cómo se hace para repartir el dinero entre los hermanos necesitados? ¿Quién decide la necesidad de cada cual? ¿Podría considerarme yo mismo un hermano necesitado? ¿Se lo merecía Ginés más que yo por tener una pierna de trapo y estar tuerto?

Desde luego, la señora que pedía limosna en la entrada, tenía pinta de estar bastante necesitada, así que no me lo pensé dos veces, cogí las monedas del cestito y salí de la iglesia, encantado de poder hacer un donativo a aquella pobre mujer sin tener que rascarme el bolsillo.

—Aquí tiene un euro, señora —le dije—, pero no se lo gaste en cerveza, que se le hincharán las piernas. Mejor un vermut con una aceituna. 

Luego acudí al restaurante donde íbamos a comer y, contra todo pronóstico, me lucí ante el personal dejando una propina de dos euros. A Ginés le obsequié con un llavero con la bandera española que compré en una tienda de souvenires. Una chulada. Quedé como un señor, aunque el origen de mi dispendio quedó oculto, excepto a los ojos de Dios y quizá, de san Lorenzo, si es que me vieron actuar en la iglesia.