Gran parte de los hallazgos de Truffaut son ideas de guión, luego muy bien resueltas en el rodaje. Ver, ahora de nuevo, todo el principio de La femme d’à coté te lo confirma. Descubrimos que la narradora (la que da pie a esa voz en off tan característica de sus películas, inicialmente con su cara sobreimpresionada mirando a cámara, otro elemento característico del cineasta) es coja, ofreciendo así un punto de intriga sobre el origen de la cojera, sus circunstancias y todo lo desencadenado alrededor de ella a lo largo del metraje. Bernard trabaja —como «l’homme qui amait les femmes»— con unas maquetas de barco de gran tamaño, gracias a lo que se añade un punto de originalidad al personaje de Depardieu, muy por encima de lo que brindaría el sempiterno abogado o periodista. Todo está poblado de pequeñas acciones, diálogos al margen, curiosidades, que amueblan como quien no quiere la cosa la trama, dándole un toque de «realidad» para uno u otro espectador que no existiría si todo fuera directo al grano, sin estos minúsculos puntos de atención adicionales.
Pero Truffaut también tenía mano para que alguno de sus personajes diera a entender de forma inesperada, fulgurante, la pasión que le consume por dentro. Aquí es Mathilde (Fanny Ardant), tras la caricia que le da Bernard en el parking, después de haberse reencontrado tantos años después de su relación y haber serenamente acordado ambos continuar felizmente como amigos, olvidando todo lo que hubo entre ellos, quien cae fulminada al suelo. Todo el recuerdo del fuego que la consumía le sube a la cabeza provocándole un desmayo. Es con elementos así, colocados sin miedo al ridículo, como Truffaut va confeccionando una película de esas de amor más allá de la muerte, que entusiasmaría a los surrealistas.
Esa Fanny Ardant, siempre tan bien puesta y segura de sí misma, cayendo a mis pies, indefensa, cuál pobre pajarillo, me llegó al fondo del alma.