Música de mierda

Leído por ahí


Por fin he dado con un libro de título contundente que me ayudará a definir mis gustos musicales. Se trata de Música de mierda[1], de Carl Wilson, que dice ser «un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasicismo y los prejuicios del pop». Pienso que quizá la lectura de Carl Wilson me ayude a lograr ese centro de gravedad permanente que tanto necesito. Quisiera saber distinguir, de una vez por todas, la buena y la mala música.

El título original del libro no es Música de mierda sino Let’s talk about love (Hablemos del amor), el gran éxito discográfico de Céline Dion de finales de los noventa, con millones de discos vendidos. Carl Wilson analiza en su libro todas las piezas del disco y revela que aunque lo escuchó centenares de veces no acabó llorando, como le sucede a la mayoría de los seguidores de la cantante. ¿Y quiénes constituyen ese ejército de seguidores? En opinión de un periodista anónimo del Independent On Sunday son «chicas adolescentes, sus abuelas y madres, hombres con esmoquin, niños obesos, vendedores de teléfonos móviles y habituales de los centros comerciales». O sea, gente del montón, cuyos gustos contrastan con los de la gente cultivada, que aprecia la buena literatura, la pintura de postín, el cine de arte y ensayo y la música clásica.

Wilson confiesa en su libro que tuvo que escuchar Let’s talk about love durante meses para analizar concienzudamente cada una de sus piezas, y que sintió vergüenza al imaginar lo que pensarían de él sus vecinos. El mundo está lleno de gente esnob que juzga de mal gusto interesarse por la cultura popular o por su versión más adocenada. Quizá tenga un pase escuchar a todo volumen a Jimmy Hendrix, a Televisión o a Future Islands, pero no a Céline Dion, que ofrece “música para todos”.

Por si algún lector lo ignora, Céline Dion es la artista canadiense que más discos ha vendido en la historia y a la que más han castigado los expertos. Su “música para oídos fáciles” ha calado en millones de tímpanos de todo el mundo. Ha cantado en inglés, francés, castellano, italiano, alemán, latín, japonés y chino mandarín, y ha conseguido emocionar con sus canciones a media humanidad. Sin embargo, los expertos no han tenido empaque en calificar sus canciones como «música de mierda». Quizá porque los expertos tienden a usar criterios caprichosos y demoledores que son fruto de sus prejuicios. Cuando a Céline Dion le preguntaron por los chascarrillos que su música generaba en la prensa especializada, ella contestó: “El público es mi respuesta”. Una respuesta imponente que ilustra bastante bien lo que estamos queriendo decir.

¿Y qué es lo que estamos queriendo decir? Es sencillo, pero cedamos la palabra al libro Psychology of the Arts, de Hans y Shulamith Kreitler, citado por John Carey en ¿Para qué sirve el arte?[2]: «La explicación sobre por qué las personas respondemos de forma distinta ante una misma obra de arte tendría que abarcar una serie de variables inconmensurables, que incluirían no solo rasgos personales perceptuales, cognitivos, emocionales y demás, sino también información biográfica, experiencias personales específicas, encuentros anteriores con el arte y asociaciones individuales».

O sea, que las razones del gusto o de las preferencias —musicales o de cualquier otro tipo— son tantas y tan complicadas que por más que nos esforcemos no las podremos explicar.

Moraleja

Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—Acepte que la música es un misterio y que las opiniones musicales no tienen otro fundamento que la pura subjetividad.

—De ahí que le recomendemos escuchar la música que más le apetezca y si quiere llorar, hágalo, ya sea con Céline Dion, con Domenico Modugno o con Roy Orbison. Eso no significa que deba exponer públicamente sus gustos. Si es preciso, mienta para que los demás le acepten o le admiren. El mundo está lleno de esnobs y uno más no importa.

—Recuerde que la música pop está pensada para alcanzar al mayor número de personas. Sus creadores responden a una demanda democrática y no a las exigencias de los críticos. En último término, todo fluye y se disipa, también los gustos. Aplíquese, pues, el cuento, y deje de dar la vara con sus criterios musicales pretendidamente selectos.


[1] Carl Wilson: Música de mierda, Blackieboooks (Barcelona, 2016).

[2] John Carey: ¿Para qué sirve el arte? Editorial Debate (Buenos Aires, 2007).