Si en una entrevista a un famoso le preguntan qué escena de película se le quedó grabada por primera vez, el famoso en cuestión suele responder citando un clásico de esos que los franceses califican con un inapelable incontournable. No es mi caso.
No tengo recuerdos estando a solas con mi abuelo, un hombre que sí, es cierto, amanecía canturreando “El tiempo está fresquíbilis, fresquíbilis… ”, te rascaba la mejilla frotándola con su barba afeitada al uno para alejarse luego cantando, también alegremente, en esta ocasión el Douce France de Charles Trenet, y otras cosas de ese estilo. Pero a la vez, daba muestras evidentes de que prefería ver a los niños a una cierta distancia para que le dejasen leer a su aire y estar tranquilo. Y, en cambio, recuerdo claramente haber ido con él a mis primeras sesiones cinematográficas conscientes. Y digo conscientes porque mi madre ya me llevaba al cine estando ella embarazada o siendo yo un recién nacido. Eso ya requería valor, además de acomodadores tolerantes.
Me veo, pues, mentalmente, sentado con mi abuelo en las butacas rojas de un cine que yo identifico con el Aristos de Barcelona porque, entre otras cosas, era de los pocos cines antiguos que tenía su pantalla orientada hacia el río Besós y no hacia el Llobregat, el mar o la montaña. Estamos siguiendo las peripecias de unos malvados que han secuestrado el barco Santa María, que da título a la película. Hay un niño que viaja con un animalillo muy simpático, un mono que no hace más que monerías. Pero cuando se acerca el final, y ahí va la escena en cuestión, tras venga desgracias, un tiburón está a punto de zamparse a un hombre y, para que no lo haga, le lanzan el mono del niño, que desaparece entre las fauces del fiero animal. En verdad no lloré, pero estuve, compungido, a punto de hacerlo. En esta ocasión, no por lo emocionante de la escena, sino por la desgracia.
Joan de Sagarra recordaba el ruido sordo de los maniatados prisioneros hundiéndose en las aguas del Po. Había ido a los siete años, en París, a ver con su madre nada menos que el Paisà de Rossellini. En mi caso, lo que se hunde en el agua del mar, tiñéndola de rojo, es un pobre mono, en una película a todas luces mala y tramposa, de la que no recuerdo –y ni tan siquiera encuentro– su título completo o el nombre de su realizador, tan lejano a Rossellini.
Hará unos años hicieron una nueva película sobre la peripecia del barco. Supe entonces que quienes lo habían secuestrado eran en realidad unos revolucionarios portugueses y españoles que querían acabar con las dictaduras que campaban por sus respetos en sus respectivos países. Pero esa es otra historia…