Morir para ver

Semana de difuntos

En el pueblo de mi abuela se celebra la fiesta mayor en agosto, el día 15. En esa fecha los doscientos habitantes que viven allí, la mayoría viejos, se multiplican por diez. De las ciudades viene los hijos y los nietos y también aquellos que aún conservan la propiedad familiar, aunque haga años que murieron padres y abuelos. Y los que no tienen casa se quedan en la era, donde el alcalde permite plantar tiendas de campañas y aparcar auto caravanas. Este año han instalado tres cabinas con váteres públicos y media docena de duchas. El pueblo resucita en agosto, como esas flores que brotan en el desierto después de una lluvia inesperada.

Es un lugar un poco extraño, irreal según se mire. Así lo veo yo. Cuando he ido de visita, casi siempre durante las fiestas patronales, me han sucedido cosas raras que no me he atrevido contar a nadie. ¿Cómo puedo explicar que en la casa de mi abuela, desde donde escribo, hay fantasmas? Pensarían que bromeo, desde luego, nadie me creería.

Mi abuela cocinaba unas tortillas de patatas sensacionales. Cuando murió, me acerqué a ella para darle el ultimo beso. Olía a lavanda. Tenía una piel finísima y sin apenas arrugas a pesar de haber cumplido 95 años. Murió de repente, sentada en su sillón, junto a la ventana desde la que se ve la plaza mayor y la iglesia. Una muerte ideal, sin sufrimiento. Mi abuela era una bruja, aunque mi madre se refería a ella como “sensitiva”, porque llamarla bruja a la abuela es tenerle muy poco respeto.

La sensitiva de mi abuela sabía antes que nadie quién se casaba embarazada, cuándo caería el pedrizo y si sus nietas se habían echado novio. Había que hacerle caso si queríamos llevar una vida apañada, nos decía. Se murió la víspera de la fiesta mayor. Estábamos todos en casa, de manera que pudimos vestirla, velarla y enterrarla al día siguiente. La noche de su muerte, como digo, me acerqué para besar sus mejillas que, aunque frías, estaban tersas y exhalaban un olor fresco, de flores recién cortadas, de lavanda y rosas. Le dije al oído, pues dicen que cuando morimos este es el último sentido que se pierde:

—Mamá Adela (todos los nietos nos dirigíamos a ella llamándola de este modo) sabes que voy a echar en falta tus tortillas de patatas. A ti también, pero menos, que últimamente no nos hacías ni caso y te habías vuelto muy cascarrabias. Ya nunca más volveré a comer tus tortillas de patatas. Ahora estarás tan ricamente en el otro lado. Serás feliz porque te has desencarnado como llamabas tú a morirse. Estarás con el abuelo y con tus hermanos, libre de ataduras mortales. Y nosotros aquí, en plena fiesta mayor y sin tortilla de patatas.

Acabé de dirigirle estas palabras cuando sentí una especie de mareo. Me pareció que todo a mi alrededor se movía, incluso el ataúd. No me asusté, mi abuela jamás nos haría daño. Me recobré pronto y, sería por la emoción o por el calor, que mi ceguera de nacimiento desapareció. Pensé que estaba soñando. En mi nueva situación vidente, me incliné hasta su cuerpo. Un aroma inconfundible de tortilla de patatas impregnó el ambiente. La besé y la achuché porque comprendí que se estaba comunicando conmigo a través del aroma de la tortilla. En ese momento entró mi hermana.

—¿Qué hace mamá Adela sola?

—¿Sola? ¡Estoy yo y puedo verte! ¡Es maravilloso, ya no estoy ciega!

No me contestó, algo que me pareció muy extraño. Sobre todo, porque había recuperado la visión y le importaba un bledo. Al rato, entró otra vez al comedor. Como para sí misma dijo:

— ¡Qué horror! ¡Paqui también está muerta! —y empezó a gritar como una endemoniada.  

Yo no entendía nada de lo que decía, al rato entraron los de la funeraria con una segunda caja. Y allí que me metieron. Se me escapaba la risa. La familia tan compungida, tan tristes y, en cambio, nosotras dos, tan alegres.

—¡Abuela, levántate y vamos a la cocina!

—¿Para qué, no has visto el jaleo que hay en la casa? Espera que se vayan todos. Además, yo lo veo todo desde el techo. Anda, ven a mi lado.

—Tienes razón, tu cuerpo está en la caja, pero tú estás arriba. ¡Qué bien se ve desde lo alto! ¿Estamos muertas?

—Muertas para ellos, pero vivas para la eternidad

—¡Qué feas se quedan las muertas! ¿Me harás una tortilla de patatas cuando se larguen estos pesados?

—Pues claro.

Y así estamos desde hace treinta años. Juntitas y solas. En nuestra casa, casi ruinosa, nadie ha querido volver desde aquel día en el que nos desencarnamos. Tortilla de patatas ya no he vuelto a comer. Si es que se me ha ido el hambre y la abuela solo quiere abrir y cerrar puertas. Dice que le divierte asustar a los que se acercan a la casa, todos son fantasmas según ella. Si es que es como una niña.  ¡Y yo soy tan feliz, lo veo todo y no me canso nunca de mirar por la ventana!