¿Verdad que alguna vez han dejado de sentirse pertenecientes a algo? No, no hablo de no sentirse perteneciente a algo, sino de dejar de sentirse perteneciente a algo. Ese paso de estar en algo a dejar de estarlo, al menos como sensación.
Pertenezco a algún grupo. Lo cual no quiere decir que me incluya en ese grupo. Soy elemento de algún conjunto, pero no estoy incluido en él, matemáticamente hablando. ¡Me lo explique!
He puntualizado con «matemáticamente hablando» porque, por muy conjunto que me considere, ningún conjunto es elemento de sí mismo, según uno de los axiomas de Zermelo-Fraenkel para la Teoría de Conjuntos. Si «yo» fuera un conjunto, yo estaría incluido en el conjunto «yo», pero no pertenecería al conjunto «yo», pues el operador-palabra «pertenecer» está reservado a elementos, no a conjuntos. Además, cuando se habla de axioma, no se está aludiendo a evidencia, y esto debe quedar claro. Pero en matemáticas hay que empezar por algo y se parte de axiomas. Aunque tampoco exactamente, pues, como en este caso, el dichoso axioma de Zermelo-Fraenkel (y otros) surge para vencer una paradoja: ¿Puede el mecánico de una ciudad arreglar el coche a todas las personas de su ciudad, pero no a las que se arreglan el coche a sí mismas?
La cuestión es si en algún caso puedo ser considerado un objeto matemático. No diré que soy un elemento; no, al menos, en conjunto.
«No me caso con nadie» es una declaración de intenciones. «No me casen con nadie» es una petición. Es tan sencillo como pedirles que desistan de adscribirme a colectivo alguno. Por favor, no lo hagan.
La última vez me costó el divorcio. A ver, que no es que acabar con el matrimonio sea una desgracia en sí misma, pero el trance que se pasa no es agradable. Especialmente, siendo un replicante que ha visto naves en llamas más allá de Orión, con todo lo que eso conlleva.
Muchas veces «mejor será ser malo que malestimado», como soltó Shakespeare en algún soneto. Que rara vez atesora sabiduría quien ignora al prójimo y no hay menoscabo en rehuir a quienes se aglomeran con el único propósito de auparse. Son esos mal llamados equipos a los que no me adscribo. Petulantes, henchidos de la gloria que se procuran como turba, no me interesan. Ni me interesa esa «sana» competencia contra otros similares. Esa sana rivalidad que penetra y termina resquebrajando al propio equipo. Porque, es verdad, nuestra condición humana nos hace trastabillar con la palabra dada y el cántaro se rompe de tanto ir a la fuente. Porque es cierto y no puedo remediarlo, ni con esta declaración de intenciones, y siempre acabo figurando en una lista de algo. Listo para llevarme cordialmente o como buenamente puedo con quienes me arrejunto. Pero juro que no lo busco, que acabo precipitando como ancla de barco que fondea.
Y, claro, me granjeo enemistades. No soy amigo de veleidades, como tampoco soy rival para quienes asumen las cosas claras. Navego, simplemente. Es inevitable.
Tal vez sean las feromonas, que me tienen en un sinvivir. Ya no sé qué pensar.