Nadie sabría acertar cuántos años hacía ya que la vida de Jacinto no era algo digno de llamarse como tal, sino más bien una especie de espeso bucle imposible de disolver. Al igual que en la célebre película El día de la marmota que repetían de forma cansina en la televisión pública con puntualidad suiza, o como el mito de Sísifo, los días de Jacinto se sucedían sobre un infinito manto de papel carbón, en una rueda de hámster bien engrasada, con el soniquete de fondo del clic de las teclas de Copiar y Pegar.
Levantarse, repetir la rutina del aseo y el desayuno mientras perfeccionaba el papel de esposo que escucha atento las naderías que le propinaba su mujer mientras veían las noticias a la hora de comer; el trabajo monótono en una oficina de gestión burocrática y el colofón de regresar siempre al mismo lado del lecho conyugal hasta que el peso de los párpados se hacía invencible. Ni siquiera en el momento siguiente se podía atisbar algo parecido a una liberación: los sueños de Jacinto eran siempre repetitivos, siempre eran una especie de laberinto de pequeñas pruebas que superar, como un sudoku impreso en un rollo de papel de cocina.
Y luego, el despertador siempre a las 7:29 AM. El mismo sonido, a la misma hora del nuevo día de la marmota.
El peso de la vida-bucle era tan arrollador, que empezó a provocar convulsiones en el sueño de Jacinto. Se despertaba sobresaltado por los gestos agitados de sus brazos, que hacían un nulo efecto sobre el sueño rocoso de su esposa. Siempre el mismo susto, la misma agitación, a la misma hora: las tres cuarenta y cinco de la madrugada.
Hasta que una noche, tras la convulsión, decidió levantarse para ir al baño en lugar de intentar recuperar, de manera monótona, el sueño. Al mirarse en el espejo entre una cortina de legañas, dio un brinco hacia atrás. El sobresalto dejó en una anécdota de juguete los violentos despertares de cada noche. El vidrio de la pared le devolvió la imagen de un anciano distinguido, elegante y barbicano, que vestía un pijama de seda de color azul cobalto. ¿Sería un sueño hiperrealista?
Regresó al dormitorio para descubrir que dormía solo, que la cama estaba encajada no tras un cabecero gris-piedra de IKEA, sino tras uno señorial de hierro repujado sobre el que colgaba un Cristo en madera de ébano. Preso de cierta taquicardia, se tumbó en la cama para descubrir que, mediante algún arte mágico, había sido expulsado de su vida monótona y ahora estaba viviendo en otra vida, de otro hombre. Y pudo experimentar el placer de la soledad, del silencio libre de los molestos reproches de su esposa. Pero a la vez un temor abisal de saberse solo y viejo, que no hizo más que atizar la taquicardia, que mudó en arritmia y posteriormente en un agudo dolor en el pecho y cierto sabor metálico en la boca. Del pánico a morir solo y sin ayuda ni consuelo en esa majestuosa cama, Jacinto hizo un estertóreo repullo, queriendo gritar.
Y entonces y sin solución de continuidad, gritó. Pero su grito era vigoroso, agudo y musical. Miró hacia el suelo y vio que donde antes había un pijama de seda, ahora había un vestido ancho, colorido, floreado, como una túnica. Sus brazos eran suaves y cobrizos y su pelo largo y azabache. Ya no estaba en un dormitorio sino en una especie de vega cálida y caótica, con vacas famélicas pastando plácidamente a su alrededor. Todo era distinto. Todo, excepto la taquicardia. El grito por un infarto solitario inminente era ahora un grito de pánico urgente. Jacinto era ahora una joven muchacha hindú, que corría perseguida por una manada de hombres pendencieros cuyas intenciones no eran precisamente esperanzadoras. Corrió, descalza sobre los campos, hasta que tropezó y cayó sobre un charco de lodo, y al girarse se vio rodeada por las miradas lascivas de esa media docena de sucios cafres, por lo que adoptó una posición fetal, cerró los ojos y se agitó de espanto.
Al hacerlo, Jacinto ya no era un viejo distinguido ni una joven india amenazada, sino otra persona. Y así, a golpe de aspavientos, sobresaltos y alharacas pasó a través de incontables vidas, a saber: un seductor comerciante de telas de Bérgamo que dejaba un amor en cada aeropuerto que visitaba, un bebé indígena que acompañaba a su madre mientras pedía limosna a los pies de un puente peatonal en el distrito de Tlatelolco, un camionero de Timisoara tirado en mitad de una carretera helada de Ucrania, una madre treintañera desgañitándose por el dolor de las contracciones en un paritorio de Florianópolis, o un campesino tratando en vano de hacer crecer maíz en su trozo yermo del norte de Malawi.
Siempre había un susto, un temor, un dolor, un momento crítico, que le hacía revolverse y agitarse en mitad de una erupción adrenalínica hasta saltar una y otra vez de vida en vida, en un sinfín de reencarnaciones sin necesidad de morir.
Y entonces Jacinto anheló regresar a su día de la marmota, y abandonar de una vez su día de la gacela, su día del suricata, su día del perro callejero. Y ese pensamiento desesperado le hizo hacer un último aspaviento que le hizo regresar al lecho conyugal, al lado de una parienta que, tras una sonora ventosidad, espetó: “Joder, Jacinto, ¡¡deja de moverte de una puñetera vez!!”.
A lo que este respondió con una amplia y sosegada sonrisa, estiró de la manta hasta el cuello, y durmió, cinco minutos más, hasta las 07:24 AM.