El otro día, por azar, deambulando por las callejuelas del barrio viejo, fuiste a parar a ese edificio esperpéntico donde tiene la sede la Sociedad General de Conjunciones, subiste al primer piso y en una sala medio vacía encontraste una Y, copulativa y generosa, siempre sumando y añadiendo y agregando e incorporando, en fin pura adición.
Eso te hizo recordar cómo te llega a desesperar desde hace tiempo el hecho de no acabar nunca nada; no puedes, porque sabes que ahí fuera hay siempre una Y incansable esperándote, alentándote hacia otros vericuetos y no te permite estar a solas contigo, ni tan siquiera tumbarte a la bartola alegremente…, porque te tienta con quehaceres celestiales que en realidad no te interesan demasiado.
Abres el cajón del bufete y te encuentras sin esperarlo un sobre de color azul, un azul de antaño, lo abres y dentro te aparece un trocito de vida en forma de lista, una lista de deseos por hacer; conforme los vas tachando, aparecen dos más en el horizonte y dos más o tal vez tres, y así una sucesión de «ies» van enlazando poco a poco el relato de tu existencia.
Miras esa lista tachada con lindas crucecitas y piensas que bajo cada cruz ha muerto una ilusión, y que la ilusión muere cuando se hace realidad, aunque las realidades sean ilusorias. Y te dices que no vas a consumir más ilusiones, que no quieres dibujar más crucecitas porque la ilusión se vuelve una cruz y no era eso, piensas.
Te preguntas cómo sería tu vida sin la Y, sin nada pendiente que realizar, sin páginas en blanco donde escribir la vida, tal vez entonces, solo entonces, serías feliz.