“Great minds discuss ideas.
Average minds discuss events.
Poor minds discuss people”.
— Eleanor Roosevelt
Después de descubrirme un tanto hastiado de moverme por la ciudad a lomos de taxistas broncos y vehículos con aromas inquietantes, decidí anestesiar por un momento esa supuesta brújula ética de la que presumo —y de la que carezco— y optar por vez primera por desplazarme usando uno de esos servicios de chófer alternativos, capitalistas, digitales, flamantes y oscuros a la vez.
Como resulta que hay varios, me entretuve toda una tarde en regalar mi tiempo al Sistema y analizar toda una gama de empresas que ofrecen este servicio; comparando precios, prestaciones y demás reclamos para ganarse el favor de la clientela. Tras varias cavilaciones inconcluyentes, opté por una llamada a TalkSi, uno de cuyos chóferes me pasaría a buscar puntualmente mañana a la puerta de casa para llevarme al aeropuerto.
Dicho y hecho. Con sólo un minuto de retraso sobre la hora acordada, apareció al fondo de la calle un brillante sedán negro, inmaculado, elegante. Era como unos zapatos de charol abriéndose paso entre la montaña de zapatillas de rebajas. El chófer, de modales impecables, me recordó a uno de esos subalternos de películas de gánsteres que protegen la mansión del padrone con metralletas y suelen sucumbir los primeros cuando el héroe la asalta. Todo perfecto, pensé, de momento.
Uno de los primeros detalles que capturó mi atención de la nueva experiencia fue el exquisito y sepulcral silencio en el que transcurría el viaje. El chófer, a diferencia de la mayoría de taxistas oriundos, no hacía el más mínimo ademán de querer entablar una conversación; así que opté por centrarme en la pantalla de mi smartphone. Tras repasar las principales redes sociales y comprobar su anodinia irredenta, decidí explorar, cual chiquillo, la app del servicio TalkSi, a ver qué entretenimiento me podía ofrecer.
Además de las obvias y obligatorias amenidades, la aplicación me sorprendió con un botón de leyenda sugerente: “Viajar en silencio”. O sea, justamente lo que estaba experimentando. Al tocar en ese botón, se abrió en mi pantalla un listado de opciones, junto con una tarifa asociada a cada una de ellas. “Ajá”, pensé, por fin he encontrado el folleto del hotel, el papelito de dentro del mini-bar. Veamos qué se puede pedir.
La opción seleccionada por defecto era, obviamente, la de “Viaje silencioso” que tenía un coste extra de $0.00. Justo debajo de esa opción, existían dos botones en forma de flechas hacia arriba o hacia abajo. Al tocar en el botón de la flecha hacia arriba, el coste extra de mi viaje se incrementó en $1.50, y a los pocos segundos se escuchó un muy sutil timbre que provenía del salpicadero del coche. Acto seguido, el chófer me regaló una fugaz mirada a través del retrovisor y me espetó un cálido “¿Todo bien, señor?”.
El silencio protocolario se había roto para dar paso a una conversación ídem. Momento de recoger el guante de lana y seguir la cuerda.
“Sí, este servicio es excelente ¿Y qué, tiene mucha faena últimamente?” —pregunté.
“Pues ahora un poco menos, no hay tanto congreso, pero no me puedo quejar” —respondió.
Y de nuevo regresó el silencio al habitáculo, y mis ojos a la pantalla.
Intrigado, vuelvo a tocar ese inocente botón en forma de flecha que apunta hacia arriba, al que se le está poniendo cara de interesantón. Ahora tendré que pagar $4.00 más por mi viaje. Una vez más suena el timbre sutil en el salpicadero del chófer. Tras unos breves segundos de maniobra para cambiar de autovía, se dirige a mí con un tono algo más contundente, y me dice:
“Pues parece ser que ahora quieren sustituir al regidor de movilidad, y cambiarlo por otro que no esté acusado de corrupción, que por lo visto cobraba del sindicato del taxi, ¡el muy bribón!”
Wow. Enseguida capté la funcionalidad de ese recodo de la aplicación de TalkSi. Tenía la opción de abandonar el incómodo silencio y embarcarme en una conversación ligera, solamente tenía que pagar un poco más. Y todos sabemos que la política es un tema con la suficiente enjundia como para aguantar dignamente los veinticuatro minutos de viaje que restan hasta mi destino. Así que me puse cómodo en la butaca y respondí, algo ufano:
“Deberíamos encontrar alguna fórmula, algún tipo de concordia razonable entre el taxi tradicional, institucionalizado, y el libre mercado ¿no cree?”
(Segundos de incómodo silencio).
“Fíjese si es cuco el regidor actual, que dicen que fue él mismo el que organizó las violentas manifestaciones de la semana pasada…”
Vaya. La cosa se está desarmonizando. Intento hablar de política y me responde con cotilleos subterráneos. Menudo chasco. ¡A ver si al final el chófer es un mero botarate! —pensé. Soy un intelectual reputado, no puedo perder mi tiempo y mis neuronas comentando chismes.
Toco de nuevo el botón. Subimos la apuesta a $9.90 más por el viaje. Otra vez el timbre en el salpicadero, esta vez con un soniquete algo distinto.
“Sí, puede ser. Pero es que el control del acceso a los medios de producción es un dogma que no se ha discutido lo suficiente en las últimas décadas. ¿Por qué está tan penalizado públicamente el plantearse el monopolio del taxi?”
Llegados a este punto, yo ya no estaba en condiciones de dar ninguna cháchara. Había descubierto un nuevo juguete, y mi lado más oscuro y perverso estaba pugnando por salir, por saber qué había más allá, dónde se encontraban los límites. Además, qué demonios, justo acababa de cobrar los royalties de mi penúltima novela así que disponía de fondos para costearme los vicios; así que opté por responder al chófer con una media sonrisa entre pícara y soberbia a través del retrovisor, mantener presionado el botón mágico y subir mi apuesta hasta donde la aplicación no permitía subir más: $399.00
En la pantalla del salpicadero se encendió una luz, entre verde esmeralda y azul cobalto. Sonó de nuevo un timbre, pero esta vez era un tono algo menos aséptico y mucho más épico; como cuando en un videojuego consigues atrapar la gema que te proporciona la inmunidad.
Clavé mi mirada en el retrovisor, expectante. Pude entrever desde él como el ceño del chófer se fruncía en un gesto de concentración, y su respiración se hizo súbitamente más rápida y entrecortada. Sus ojos, al principio, parecía como si fuesen a salirse de sus órbitas, y sus manos buscaban todo el rato asegurarse en el volante. Tras unos breves segundos de tensión, tosió y espetó en un tono solemne y totalmente impostado:
“¿Realmente somos libres para hacer lo que queremos y moldear nuestro futuro, o solo somos muñecos predestinados a cumplir un guion prescrito?”
¡Bravo, hurra, maravilloso! La amplia sonrisa de mi cara y el movimiento lujurioso de mi cabeza hacia atrás, al más puro estilo del Lobo de Wall Street, no podía simular el éxtasis que me había invadido. Lo que en principio iba a ser otro traslado más en un taxi casposo al aeropuerto, se había convertido en una gloriosa oportunidad para debatir sobre EL TEMA.
Pero fue imposible concretar. A los pocos segundos, un violento bamboleo sacudió el automóvil. Me agarré como pude al cinturón de seguridad para no golpearme contra el vidrio de la ventanilla. En el carril adyacente, otro vehículo de TalkSi había realizado una temeraria maniobra para asustar a nuestro chófer. La ventanilla del otro, del agresor, estaba bajada por completo, de modo que pude ver su rostro enervado e indignado mientras gritaba fuera de sí:
“¿Eh Wilson, así que otra vez has sacado el tema del Libre Albedrío, eh, listillo? ¡Cómo te atreves a hablar de ello? ¡Ahora verás…!”
Y acto seguido repitió la maniobra, esta vez con más violencia, provocando un brutal choque de ambos coches contra el quitamiedos lateral.
Mi siguiente recuerdo es el último. El último de mi vida. Entre la fiebre, el mareo y el sabor a sangre del moribundo entre hierros en que me había convertido, pude reunir la suficiente fuerza para que mi dedo pulgar tocara la pantalla hecha añicos de mi teléfono, que aún funcionaba, y tocar sobre el botón de valoración de la app de TalkSi. Cinco estrellas. Cinco. Ha sido una experiencia ontológica muy nutritiva. Aunque acabáramos estrellados.