Mi novia no es una ludópata al uso. Lo lleva por castigo. Tiene ese don infernal de recordar números. Al principio lo atribuí a la escasa atención que prestaba al teléfono móvil, pues ya se sabe cuánto daño ha hecho la agenda a esa retentiva que teníamos para marcar el número de familiares y amigos. Ada, por cierto, recuerda números de teléfono de mercerías, ferreterías y un sinfín de comercios que cerraron hace años. Hasta ahí puede parecer normal. Eso creía si no fuera por cómo me explicó el recuerdo del teléfono de Ultramarinos Ramón, una vieja tienda de la calle Ibiza, cuyo dueño había fallecido hacía treinta años: «Es que ese número (142857) es muy curioso: sus cifras se desplazan al multiplicarlo por un número menor que seis». Le sonreí sin más. Enseguida añadió: «¡Sí! Multiplícalo por dos. Te da 285714; por tres, 428571… ¿Lo ves?». Yo no veía nada, pero la creí a pies juntillas y asentí con la cara callá, severo como Septimio en su lecho de muerte (dividan uno entre siete).
Lo que peor llevo no es mi incultura, sino el trauma contagioso de la pobre Ada. Sospecho que en ocasiones se frustra cuando comprueba que rara vez comprendo sus explicaciones. Pero no es eso. Se trata de un problema menos elevado. No se imaginan lo que es taparle los ojos cuando entramos en una cafetería. Especialmente desde septiembre (aunque la venta de los números de Navidad comienza en julio). «¡Mierda! Un maldito número de Fermat», me dijo la primera vez. Me volví y allí estaba, en un cartel que tapaba algunos licores: 65537. «Un doble ciego elevado a la cuarta potencia sumando unidad», como si aquello significara algo para mí. «¡Ay, Jose! No puedo con los sorteos. El de la ONCE puedo controlarlo, pero este… ¡Ay! Son tantos recuerdos…».
Fue en la cafetería Harmonía donde vendían el 4095, «número triangular de Mersenne por faltarle uno para jugar al ajedrez al cuadrado». Dejamos al camarero con la palabra en la boca y nos fuimos a la cafetería de la plaza Cuadrada: «¡No me lo puedo creer!: ¡otro triangular, y seguido; ya tenemos el cuadrado perfecto. ¡Vámonos de aquí!». Atrás dejamos el 4186 (sumándolo al anterior, dábamos con la raíz del problema, 91, el número de la calle de la Amargura, para más señas). Por cierto, el 99991 fue el último primo que esperaba encontrarse en la colección. Y no, no fue el último, sino el mayor. Hace apenas tres semanas: «¡Horror! ¡Qué mañana llevo! Es inevitable el 7, y aun el 37; si me apuras, el 137; pero luego, el 9137, y ahora vengo de recoger el vestido de la tintorería, venden el 29137». Me dirigía a abrazarla cuando, tras mirar sollozando el reloj, exclamó: «¡Las seis! ¡El 629137 también es primo!». Apenas pude decirle: «Pero es mayor que 99999, no tenemos que comprarlo; no está en venta».
Hoy, 22 de diciembre, se ha celebrado el sorteo. Hemos recuperado veinte euros de los más de cuatro mil que llevábamos jugados. Ada me ha dado las gracias por frenarla, ya que el año pasado perdió más del doble. Afortunadamente, el del Niño no le hace tanta gracia. Así que, si todo va bien y seguimos juntos, dispongo de unos meses para recuperar nuestra economía y ahorrar para el año que viene. Ella seguirá con sus patrones y, quién sabe, por fin dará con la idea de comercializar los diseños. Cuando nos conocimos no surgió la pregunta «¿estudias o trabajas?», y por eso tampoco la consiguiente respuesta, «diseño». Le echa un montón de horas. Y, desde luego, por ilusión que no quede. Pero… No sé. Dudo. Estoy por proponerle que lo dejemos y que se busque otro primo. Dicen que hay infinitos.