Marek Edelman (1922-2009) fue, en 1943, cabecilla de la resistencia antinazi en Varsovia. Años después, sepultado el horror, escribió una delicia: También hubo amor en el gueto, pequeño en grosor, atlante (como él) de cabo a rabo. Desde el primer mutismo al último estribor de la piel.
Preguntado en cierta ocasión por el esperanzador título del libro, el ancianito Edelman explicó que el horror había sido la consecuencia de un dios disléxico. Un «trastabilleo», un error lector.
Él, que había visto quitarle el pan a un muerto para vendérselo a su propio hermanito, cobrarle a un niño sediento un pedazo limpio de nieve, también había presenciado actos puros de amor, amantes clandestinos debajo de las balas, dos muertos abrazados bajo una viga al sol.
Mauricio Bonanza, a los 24 años, llevó desde Madrid dos quilos de heroína a Cochabamba, Bolivia. Esa bala siniestra en el tambor de su maleta rusa le voló la sien a su futuro y lo mandó seis años a una sucia prisión.
De regreso a casa, ya con 31, escribió una novela, inflamable como el azufre, que me remitió: La muerte en Palmasola: el olvido atroz.
Mauricio Bonanza murió a los 33 años recién cumplidos (la edad que sus hagiógrafos le dan a Cristo) balaceado. No en la cruz.
En cierta ocasión, hablando de su libro, defendió su inocencia y aclaró que el humano era un ser pestilente. Entendí su rabia, mas no se lo dije; debe ser lógico un punto de cinismo cuando tocas la quijada (y el sarro) de la puta muerte.
Mauricio Bonanza vivió seis años alquilando su cuerpo al matón de la casa, dormía cuando él dormía, comía cuando él comía, soñaba cuando él soñaba. Al año de estar preso, el bueno de Bonanza pagó con ducados el derecho a orinar en un agujero infecto. Todo se paga allí donde la vida es lepra del infierno.
Mauricio Bonanza y Marek Edelman nunca se conocieron. Tampoco conocieron a Luisito Bárvola, un estudiante alicantino de derecho que ha viajado a Menorca en busca de un trabajo en la isla del viento.
Un matrimonio acomodado, aseado y bueno, le alquila una hamaca en un trastero. Con derecho a vaso de agua, almohada limpia y orinal en el suelo. Por el módico precio de 500 euros al mes es toda una ganga. El bueno de Luisito cobrará 800.
Menorca es una isla divinal y blanca; el gueto varsovita, un averno. Un abismo atroz hermano mellizo del penal boliviano de Palmasola.
Algo falla en los seres humanos cuando asoma la desesperación del prójimo y, lejos de ayudarle, buscamos robarle la enésima habichuela.
También hubo amor en el gueto, ya lo sé. Y en Palmasola. También lo hay, seguro, en las arenas puras de Menorca.
Sorprende hallar paralelismos entre el infierno y el cielo. Entre las irritantes hienas y las higiénicas ¿personas?