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Llevaba unos cuantos días sintiéndose rara. No sabía identificar bien el malestar. Era algo físico y anímico a la vez. Cuando andaba por la calle bajaba la cabeza para no cruzar la mirada con otras personas. En situaciones de aglomeración de gente sentía una mezcla de agobio, asco e ira. En el trabajo no paraba de reñir con los compañeros. Las amigas iban cayendo en el olvido, cuando no en el desprecio. Decidió que había que hacer algo. Pidió hora con el médico y le mandó unos análisis. Una semana después acudió a la consulta para saber los resultados. La doctora fue leyendo rutinariamente el informe con las gafas de cerca colgando de la punta de la nariz.
—A ver… El colesterol bien… la creatinina, también… las plaquetas en orden… ¡Ahí va!
—¿Qué pasa doctora?
—Que tiene usted la misantropina por las nubes.
—¿Y eso es grave?
—No quiero asustarla, pero puede tener su importancia. Le voy a hacer un volante para el especialista.
Unos pocos días después estaba buscando la consulta del especialista, perdida en los pasillos de un hospital universitario. Tras bajar a la planta sótano encontró por fin la consulta. En la puerta había un letrero que rezaba: Medicina Nuclear. Un doctor alto, serio y con el pelo blanco la atendió en un despacho en penumbra.
—Su caso es grave. Estos niveles de misantropina pueden causar daños irreparables. Habrá que radiar.
—¡Ay doctor, no me asuste!
—Tranquila, tenemos experiencia en esto, además a usted no le va a doler nada.
A continuación, le entregó un grueso maletín. Al abrirlo vio que dentro había una especie de computadora con una pantalla, muchos botones y una llave colorada insertada en el mecanismo. El médico le enseño a leer correctamente los códigos de uso de aquel cachivache y se despidió de ella con prisas porque aseguraba que iba a tomar el primer avión para Pernambuco.
Esquivando a todo el que se encontró en su camino se dirigió a casa. Siguiendo al pie de la letra las recomendaciones del doctor, forró una habitación de papel de plata, selló los conductos de aire e hizo acopio de latas de conservas. Luego giró la llave y se metió debajo de la cama.
A la mañana siguiente salió a la calle y se encontró más despejada. No había nadie. Cuanto menos bulto, más claridad, pensó, y se dirigió al trabajo.
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