¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) es un film de Robert Zemeckis.
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Como un mapa de carreteras al que nunca se le quita ojo, así me siento. Y no me disgusta, para qué voy a engañar a nadie si lo que más me seduce es coleccionar tipos babosos que estén pendientes de mí. Aunque también te lo advierto: paciencia tengo poca.
Estas curvas que ves son los trazos discontinuos dibujados sobre el plano horizontal en el que me concibieron. La sensación de relieve hace que mi silueta parezca tridimensional y mis movimientos, cadenciosos. Y todo para que tú, para que todos vosotros os deleitéis con el balanceo de mis caderas al andar, siempre a compás de mis hombros torneados.
¿Qué culpa tengo yo de que me hayan moldeado así? ¿Acaso soy responsable de que mis sinuosidades me aparten del recto proceder? Y si lo fuera, que lo dudo, tanto me da. Quiero decir que me importa un rábano. No comulgo ni con la idea de responsabilidad ni, mucho menos aun, con la de culpa cristiana. Adoro la transgresión, eso sí. Me gusta tanto como el color rojo de mi pelo, de mi lápiz labial y de mi vestido palabra de honor con estratégica abertura. Y ¿por qué no confesarlo?, también adoro ese rojo sangre que emana de tu cuello de pardillo cuando posas la mirada bovina sobre mi escote y yo le voy hincando el diente. Por algo dicen de mí que soy una vampiresa.
Lo que sí detesto con todas mis fuerzas es mi apellido: la estúpida herencia de un marido todavía más estúpido. ¡Cómo odio a ese cornudo roedor con pinta de cenutrio dentudo y orejudo! Digo yo que el muy zoquete me podría haber legado un patrimonio más sustancioso que ese ridículo Rabbit que a tanta broma maliciosa se presta. Y en mi caso, y con la feminidad que me gasto, que soy un mecanismo sexual a punto de estallar, ¡figúrate!, no doy abasto a la hora de ahuyentar con un vistazo asesino a tanto gracioso de vía estrecha como hay zumbando a mi alrededor. Lo mismo que moscones.
Si al menos ese matusalén de Hugh Hefner me hubiera convertido en una de sus famosas conejitas… Pero ¡quia! Al rijoso playboy solo le interesaba la carne mortal, con su hueso y todo. ¿Para qué iba él a querer un montón de líneas curvas dibujadas en papel y proyectadas luego en una pantalla? Los viejos verdes, en especial los millonarios, suelen ser unos tiquismiquis y unos cargantes. Pues ¿sabes qué?, ¡que los aguanten sus santas conejas!
Con tantos ires y venires —pierna flexionada, humo de cigarrillo saliendo de mi boquita de piñón y mano apoyada en la cadera, como los nardos—, he llegado a la conclusión de que no soy más que un experimento. El experimento de alguien que recurrió a varias mujeres reales —o eso creo— con el fin de fabricarme a mí. Los ojos de la Bacall, la melena de la Lake, la voz de Katheleen Turner, el cuerpo de la Hayworth. ¡Vamos!, la Frankenstein del sex appeal, por así decir y para entendernos enseguida.
Yo soy todas ellas, claro está, y a la vez, no soy ninguna. En realidad, no soy nadie. Sé que en el fondo no te importará, no os importará a ninguno de vosotros. Es posible, incluso, que os excite mi falta de identidad, sobre todo cuando os susurre al oído aquello de «si fuera un rancho, me llamaría Tierra de Nadie».
¿A que ya te está apeteciendo que me contonee un rato para ti? Pues chico, si me necesitas, silba. Yo llevaré las riendas; se supone que este es el proceder de cualquier mujer fatal que se precie. Y si me gustas, aunque sea un poco, tal vez acuda rauda a tu silbido de macho en celo. Mi nombre ya lo conoces. Hubiera podido ser Tierra de Nadie, pero no. Atiendo por Jessica, Jessica Rabbit. Y compréndeme: no es que sea mala, solo estoy muy buena. Pero es porque me han dibujado así.