Lo notas como si salieran alas en los pies, ¡por Mercurio! La corriente eléctrica asciende hasta las rodillas, sugiriendo que, nabo en mano a modo de Escarlata O’Hara, jamás volverás a hincarlas en tierra ni a pasar hambre. El escalofrío alcanza las caderas y te sale un Elvis de pelvis detrás de otro, ¡yeah! Te inunda la visceralidad, salvo para hacer de tripas corazón. Y, al fin, en el centro de operaciones, ríete tú del carnaval de Río, que las sinapsis viajan a ritmo de samba. Ya digo, a todos se nos ha subido el éxito a la cabeza alguna vez.
Pero de ahí a que todo haya de regirse por el éxito hay un buen trecho. Aunque habríamos de matizar eso del éxito.
Existen diversas fórmulas para advertir de esta sombría medianía que se nos cierne (o en la que ya estamos sumidos, no lo sé). Aquello de que diez millones de moscas no pueden estar equivocadas siempre me ha parecido de una lucidez de ida y vuelta sin igual. Como tantos eslóganes, bien se podría combinar con otro, tal que así: heces o enriqueces. No obstante, las advertencias sobre venenos no siempre funcionan, y funcionan peor cuanto mayor es el plazo que debe transcurrir para que se manifieste el efecto tóxico, o, más bien, la percepción subjetiva de la toxicidad. Mas no voy a extenderme con tantas cuestiones nocivas a las que nos enfrentamos (sin querer o no) día a día; únicamente me centraré en el inefable traje nuevo del emperador.
El traje nuevo del emperador está confeccionado de ricos halagos que se deslizan cual oropeles por las nutridas formas de comunicación que nos envuelven. Cualquiera puede advertirlos comparando una biblioteca pública con una gran librería, pues no suelen coincidir los libros que se posan en los anaqueles de una y otra. Aunque también es cierto que, antes de que alguien grite que el emperador está desnudo, se dan honrosos casos en que, en verdad, el emperador va vestido de manera impecable.
Y es que el éxito no siempre es cuantificable, por muchos “me gusta”, corazones o demás estampitas que acarree lo que alguien expone para deleite de su público. Naturalmente, cuando alguien expresa lo que sea, espera tener algo de audiencia. Clamar en el desierto nunca se ha llevado, esa es la verdad. Pero no es necesario llenar el Wembley Arena para alcanzar el éxito. Tengan en cuenta que, tratándose de algo proyectado, no se trata de llegar al infinito y más allá, sino de satisfacer unos objetivos concretos: llenar una sala de teatro, agotar al menos la primera tirada de un libro, cubrir los costes de una película… Y tampoco es necesario que siempre ande por medio el afán pecuniario. A veces sí, incluso como un objetivo sobrevenido. Precisamente, refiriéndonos a objetivos sobrevenidos, los espaldarazos, por pequeños que sean, suelen actuar como recompensa. Tal vez ese sea el sentido que nos lleva a consultar cómo va cotizando nuestra visibilidad: obtener refrendo de nuestras cuitas con el mundo. Es decir, nos exhibimos como un muestrario de bisutería: mostramos baratijas creyéndonos en posesión de El Dorado.
Efectivamente, he hecho un refrito entre hacer público algo meditado y hacer público algo improvisado. Esto, que puede causar estupor, no es sino una constatación de los tiempos que corren: la fusión de géneros ha degenerado en confusión (es probable que esta frase no sea mía). Lo podríamos reducir a la sempiterna disquisición entre arte y entretenimiento, o entre calidad y espectáculo. O, si me apuran, entre esfuerzo y diversión. Entre «merece la pena mirarlo con detenimiento» y «mira, no me hagas pensar, que es lo que menos me apetece». Siendo así, no les entretengo más y les animo a que pulsen el botoncito azul que indica “me gusta”. No lo piensen.