Merilyn es delgada, enjuta, tiene el pelo blanco plateado y lo lleva peinado en una media melena con raya rectísima a la izquierda.
Merylin no es su verdadero nombre. Vaya usted a saber, quizá se llama María o Teresa o quizá Elisa. Sí, eso es, Elisa. El apodo se lo puso una vecina que tenía envidia de su glamour.
Tiene la casa llena de paquetes por deshacer del último traslado y cuenta las maravillas que contienen.
Él, cabeza redonda, pelo cano, y unas gafas a lo John Lenon, dispone de una bicicleta con la que sale de la aldea para dirigirse al mercado.
Es un hombre entrañable; nunca alza la voz, sus ademanes son dulces, con ella y con los demás.
A veces engancha un carretón a la bicicleta y se la lleva al mercado. Ella, Merilyn, se sienta en el cuadrado y, contemplando el campo, cierra sus labios finos para decirle: ¡Adelante!
Con los pantalones atados a la pantorrilla con una cuerda para no engancharlos en la cadena, él pedalea hasta conseguir mover el vehículo, que siempre tiene dispuesto; nunca lo improvisa cuando ella quiere ir con él.
Siempre van muy limpios.
Ella, feliz, le sonríe con su falda de vuelo blanca y su camiseta raída.
Se quieren.
Por la tarde se sientan en la puerta de la casa. Su vecina, que vive sola desde que murió su marido, acude a pasar el rato con ellos y algunos otros vecinos también se prestan a la tertulia.
Merilyn sostiene ver al marido de su vecina y asegura que éste se sitúa a su vera al atardecer.
Una de esas tardes, Merilyn afirma dirigiéndose a su vecina: “Tu marido quiere hablar contigo. Me lo ha dicho”.
Y su vecina, incrédula, abre los ojos como si se le hubiera aparecido un fantasma. Y de pronto los cierra, temerosa.