Mary Wollstonecraft, abuela de Frankenstein

Casa de citas

Mary Wollstonecraft, escritora y filósofa, madre de Mary Shelley, autora de Frankenstein (1818).



Escribe Marina Garcés en su libro Filosofía inacabada que los grandes pensadores de la historia han sido siempre hombres de piel blanca, occidentales y acomodados. Apenas hay mujeres y, si las hay, su mensaje no ha sido recogido. En algunos casos, el olvido ha hecho añicos sus aportaciones. Pero es que la historia de la filosofía es una historia patriarcal y, desde luego, selectiva. Solo recoge los pensamientos de unos cuantos señores muy grandilocuentes siguiendo las preferencias de los historiadores, mientras olvida a otros que, por alguna razón, no han resultado simpáticos. Así se consigue que la historia del pensamiento cuadre con lo que nos gustaría que hubiese sido, Hegel mediante. Sin embargo, hay otra historia posible que permanece oculta, y cuya eclosión podría ayudarnos a completar el puzzle filosófico de las distintas épocas. 

Por ejemplo, podría recuperarse el mensaje de algunas mujeres filósofas, que las hubo. Otra cosa es que su testimonio se haya perdido o haya sido, voluntariamente, olvidado. Ya en el siglo XVII, el latinista y escritor francés Gilles Ménage (1613-1692) escribió una Historia de las mujeres filósofas en la que identificó a no menos de sesenta y cinco pensadoras del pasado, clasificadas por especialidades o categorías. Gracias a él sabemos que hubo filósofas pitagóricas, platónicas, académicas, dialécticas, cínicas, epicúreas, estoicas y demás. Ménage no va mucho más allá de citar sus nombres y reproducir algunas frases, pero esa tarea lo encumbra. Allí aprendimos, por ejemplo, que Hiparquia (ca. 300 a.C.), esposa de Crates, también filósofo cínico, escribió esto:

«Yo, Hiparquia, no seguí las costumbres del sexo femenino, sino que con corazón varonil seguí a los fuertes perros. No me gustó el manto sujeto con la fíbula, ni el pie calzado y mi cinta se olvidó del perfume. Voy descalza, con un bastón, un vestido que me cubre los miembros y tengo la dura tierra por lecho. Soy dueña de mi vida para saber tanto y más que las ménades para cazar». 

Filósofas rompedoras como Hiparquia también las hubo en los monasterios medievales (Hildegarda de Bingen) y renacentistas (Teresa de Jesús), durante el XV y el XVI (Christine de Pizan, Marie de Gournay) y en el Barroco (Margaret Cavendish). Poco después, el ideario liberal-ilustrado del XVIII y la libertad e igualdad de los sexos avalada por la Revolución Francesa dio pie a la aparición de figuras de singular importancia política, como la activista y revolucionaria Olimpia de Gouges (autora de la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana) y la escritora Mary Wollstonecraft (autora del libro fundacional del feminismo: Vindicación de los Derechos de la Mujer). La primera murió decapitada por oponerse a los excesos del Terror de Robespierre. La segunda tampoco vivió demasiado tiempo: tras un intento frustrado de suicidio, falleció poco después de dar a luz a la que sería la autora de la novela gótica más importante del XIX: Mary Shelley Wollstonecraft, madre del monstruo de Frankenstein (1818).

Mary Wollstonecraft (1759-1797) fue una mujer provocadora, valiente y visceral. En una época en que las mujeres no podían marcar el rumbo de su existencia, Mary Wollstonecraft cuestionó su condición de «mujer decente» y se negó al matrimonio y a las tareas que la sociedad del momento podía ofrecerle: modista, dama de compañía, institutriz… ¿Quién soy yo? —se preguntaba— ¿De dónde vengo? ¿Cuál es mi destino? Poco a poco fue descubriendo que es la propia vida la que nos enseña lo que realmente somos. Su aspiración vital fue alcanzar la independencia económica, clave de la libertad, así que, tras haber experimentado todos y cada uno de los personajes que las reglas de la decencia le tenían reservado, con veintiocho años se plantó en Londres (Mary Wollstonecraft había escrito ya un par de libros bienintencionados y lacrimógenos) y logró de su editor, Joseph Johnson, un contrato para traducir y escribir en su editorial a tiempo completo.

La editorial de Joseph Johnson fue el punto de encuentro en Londres de muchos intelectuales afines a la Ilustración y sensibles a la influencia de las ideas revolucionarias que llegaban de Francia. En dicho ambiente, Mary Wollstonecraft trabajó a destajo en la traducción de libros y la escritura de reseñas para la revista Analytical Review, donde se difundían «las nuevas ideas» de la época. Con febril actividad alcanzó su ansiada independencia económica y la condición de escritora profesional, segura de sí misma y capaz de emprender cualquier tarea literaria que la estimulase. 

El impacto que ejerció sobre ella la Revolución Francesa (1789) reorientó sus intereses hacia la reflexión política, un espacio reservado tradicionalmente a los hombres, pero en el que se introdujo con vigor, consiguiendo fama como pensadora y mujer insólita. A rebufo de la obra de Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa (1790), Wollstonecraft escribió un panfleto titulado Vindicación de los Derechos del Hombre que obtuvo un enorme éxito, a pesar de ser un texto apasionado, escrito en menos de treinta días. En cualquier caso, esta Vindicación fue el preludio de su obra fundamental, la Vindicación de los Derechos de la Mujer.

Mary Wollstonecraft dedicó seis semanas de efervescencia intelectual para escribir su libro y en enero de 1792 lo entregó a su editor. Por una parte, la Vindicación de los Derechos de la Mujer plantea el debate político sobre la presencia de la mujer en la escena pública burguesa. Por otra, y fundamentalmente, reivindica la necesidad de una educación femenina equivalente a la que reciben los hombres (un intelecto firme sobre el que la mujer pueda fundar su propia moralidad y felicidad), ya que, como defiende la autora, la inteligencia no tiene sexo. Para nuestra autora, la educación es la garantía de la libertad y la virtud de las mujeres y permitirá su acceso a los mecanismos de participación política. «No les deseo a las mujeres poder sobre los hombres, sino poder sobre sí mismas», escribió. En su opinión, la sociedad está malbaratando sus recursos si se empeña en mantener a las mujeres como esclavas domésticas y «damas seductoras», negándoles educación y derechos políticos, responsabilidad personal, independencia económica y racionalidad, animándolas a ser dóciles y a preocuparse únicamente de su aspecto externo.

La asunción de este ideario llevó a Mary Wollstonecraft a vivir al margen de las ataduras de su época, a experimentar libremente su sexualidad, engendrar hijos fuera del matrimonio, desesperarse por la falta de apoyo de sus amantes (su intento de suicidio en el Támesis fue la consecuencia del abandono a la que la sometió un capitán del ejército americano que la sedujo y le proporcionó su primera hija) y, finalmente, acabar casándose ya embarazada con el filósofo radical William Godwin para que su nueva hija naciera dentro del matrimonio. Esa hija sería la futura Mary Shelley, autora de Frankenstein, el monstruo que también se buscaba a sí mismo: «¿Quién era yo? ¿Qué era? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino?»

Mary Wollstonecraft murió de fiebres puerperales a los treinta y ocho años, pocos días después de haber dado a luz a su segunda hija. Lógicamente no pudo enterarse de que la futura Mary Shelley sería también una mujer de ingenio y una escritora explosiva con su Frankenstein. Tampoco pudo enterarse de la influencia de su Vindicación sobre la sociedad posterior, especialmente a partir del siglo XX, donde los grandes objetivos de Mary Wollstonecraft se irían conquistando uno por uno y lograr que, ahora ya, en el siglo XXI, no exista especialidad filosófica en la que la mujer no esté presente.