María Dolores casanova, pintora naif

Casa de citas

María Dolores Casanova Teruel: Mi historial de Inglaterra (1971), óleo sobre lienzo (2.25×1.75 cm.)

María Dolores Casanova empezó a pintar tarde y mal. Tenía cincuenta años cuando se inició con los pinceles, aunque toda su vida había querido ser artista. Su padre, que era profesor de pintura, no se lo puso fácil. A sus demandas para que la enseñara a pintar, siempre le respondía con negativas, aduciendo que con la pintura se moriría de hambre. A cambio le ofreció recibir clases de idiomas, así que, desde muy joven, María Dolores aprendió inglés, francés e italiano, lo que le resultó muy útil más adelante.

Poco antes de la Guerra Civil, la familia de María Dolores Casanova lo perdió todo y tuvieron que marcharse desde Mallorca a Valencia, donde malvivieron durante años, realquilando habitaciones y dando clases particulares, en casa y en academias privadas. Fue una posguerra —como casi todas— plagada de adversidades familiares y económicas, marcada por las enfermedades de sus padres, la muerte de su madre y de su hermano menor. La señorita Casanova —nunca se casó— tuvo que ejercer de ama de casa y enfermera familiar durante décadas, hasta que, tras el fallecimiento de su padre en 1964, se liberó de ataduras y pudo marchar a París para dedicarse a la pintura. De allí emigró a Gales, donde trabajó de camarera de hotel y siguió dándole a los pinceles; posteriormente regresó a Valencia y consiguió hacerse (modestamente) famosa.

En casa la conocíamos con anterioridad, porque era clienta de mi madre, que fue modista. Era pequeñita, de ojos verdes y nariz aguileña, muy expresiva y nerviosa. Además, mi padrino quiso casarse con ella o, al menos, se lo pidió repetidamente. Vivían entonces, creo, en la calle Pizarro. Él en un cuarto piso con su hermana y sus padres; María Dolores en la planta baja. Mi padrino era un tipo estiloso, algo relamido, que trabajaba de delineante en un taller de arquitectura y se ufanaba de codearse con profesores de la Escuela de Bellas Artes y con artistas de la ciudad, como Castejón y Planchadell, que también se relacionaron con Casanova. En alguna ocasión los acompañé a merendar a casa de una amiga común, una tal Quica que, por entonces, refugiaba a un pintor venezolano apellidado Sosa, un tipo grandote que olía a aguarrás y siempre iba con bufanda y boina negra. Yo debía tener entonces entre diez o doce años y pensaba que los artistas debían ser así, un poco estrafalarios. Mi padrino justificaba a Carlos Sosa porque, acostumbrado como estaba al clima tropical, siempre tenía frío y se abrigaba incluso en verano. Por su parte, María Dolores Casanova también se disfrazaba de artista, aunque todavía no lo fuera. Vestía su pequeño cuerpo con jerséis de colores, zapatos de tafilete, lazos y abundante bisutería. Le gustaba la ropa extremada, los bolsos con colgantes, los recogedores de pelo con perlitas y los broches vistosos con los que llamaba la atención. Quizá entonces todavía no fuese pintora, pero se estaba preparando para ello.

Tras su estancia en París, un periodo que fue fundamental para alimentar su pasión por el arte, María Dolores estuvo de camarera en un hotel de Llandudno, al norte de Gales, mientras se entrenaba con los pinceles. Sin otro apoyo que su deseo de pintar, trabajaba a su aire y sin técnica, resolviendo los problemas expresivos a los que se enfrentaba con los limitados recursos de su paleta. El resultado fueron esas representaciones expresionistas que la caracterizan: un mundo grato y apacible —a veces furioso—, inspirado en sus propias vivencias y en los dictados de una imaginación entre religiosa y exótica: reyes y princesas, toreros y marajás, políticos y cupletistas, vírgenes y prostitutas. En aquella época está inspirada una de sus telas más conocidas, Mi historial de Inglaterra (1971), que hoy se conserva en el Museo de Arte Contemporáneo de Villafamés, junto a otras obras de la artista. «Allí aparezco pimpante —escribe sobre sí misma María Dolores— con mi maquillaje, falda nueva de glasé negro, medias negras de seda reglamentarias y zapatos blancos de tacón alto, y mi delantalito, todo de encaje, que yo me hice».[1]

Cuando volvió a Valencia hacia 1967 se matriculó en la Escuela de Bellas Artes, donde recibió clases del propio Sosa y pudo mejorar su técnica. No obstante, no cedió nunca a las exigencias de la academia y continuó pintando lo que le daba la gana, hasta conseguir que la Sala de Arte Hoyo le organizara una exposición individual en 1970. Ya entonces su trabajo se extendía más allá de la tela hasta alcanzar el marco del lienzo, que adornaba con lentejuelas y espejitos, y creando, más allá del marco, un abigarrado ambiente de muñecas, maniquíes, bolsos, cojines, lazos, telas y pañuelos que obligaban al visitante a participar de su particular mundo expresivo. Aquella profusión de elementos desconcertaba al contemplador, así como el precio de alguna de sus telas: más de un millón de pesetas. Estaba claro que, desde sus comienzos como artista, María Dolores Casanova no se conformaba con estar presente en colecciones privadas sino que quería alcanzar los muros de museos e instituciones.

A lo largo de los años pintó kilómetros de cuadros. «Lo hacía mal, pero a mí me gustaba —confesó a mediados de los setenta—. Sigo pintando kilómetros, pero ahora creo que lo hago mejor y es una etapa que requiere la meditación, por eso no salen tantos cuadros, pues tienen mucho más trabajo que antes y tengo más responsabilidad y soy más exigente cada día, pero no paro y creo que les voy a dar mucha guerra todavía».

Vicente Aguilera Cerni, crítico de arte, director y fundador del Museo de Arte Contemporáneo de Villafamés, escribió sobre nuestra pintora: «En cada cuadro de María Dolores Casanova hay un millar de cuadros, lo cual significa un absoluto descontrol, la ebullición de un apasionamiento en el que muchos miles de banalidades componen un “carácter” intensificado, amontonado, fanático, donde la seriedad del propósito batalla con la frivolidad del contenido». José Antonio Vallejo Nágera, también pintor ingenuista, lo resume en una frase: «La obra de María Dolores Casanova es literatura visual». Y se pregunta: ¿Es naif o no es naif? Para Vallejo Nágera, la obra de Casanova no es “naif habitual”, pero no porque no sea naif —que lo es— sino porque no es “habitual”, ya que de lo cotidiano la separa su excepcional categoría. 

En 1975, María Dolores Casanova recaló en el Círculo Mercantil de Castellón, ciudad en la que yo estaba empezando mis estudios de filosofía. Por aquellos años también quería ser pintor y por eso adopté una forma de vestir que me pareció acorde con mis aspiraciones artísticas: pantalón y jersey negro, tabardo de pana, botines con tacón, bufanda roja, perilla, pelo largo y un gorro de lana de colores que le arrebaté a mi hermana. Una tarde me compré mi primera pipa y, de esta guisa, me presenté en la exposición del Mercantil.

En cuanto entré en la sala, María Dolores se me acercó expectante:

—Eres artista, ¿verdad? —su pregunta era retórica y yo, henchido de orgullo, le respondí que estaba en ello. Ser artista, pensé, empieza por disfrazarse adecuadamente. No le pregunté por mi padrino, ni por Carlos Sosa, ni por Planchadell ni Castejón. Tampoco me identifiqué, ni le hablé de mi madre —la modista—, ni de que yo había estado en su estudio muchos años atrás, en la calle Pizarro o en la Gran Vía de Valencia, no recuerdo exactamente dónde estaba aquella casa-museo tapizada de cuatros, fotografías antiguas, postales, dibujos, mantones de Manila, sombreros, muñecas… No le pregunté nada y preferí dejarla hablar.

—La pintura es para mí una fuente inagotable de entusiasmo y satisfacción… —me dijo—. Pinto lo que me apetece y lo enseño a quien quiera verlo. Si vendo algo es para comprar más pinturas. Me cuesta deshacerme de mis cuadros. Soy fiel a mí misma, y pintando he encontrado un camino hacia la felicidad.

En aquel encuentro Maria Dolores se sintió escuchada por alguien sinceramente interesado por su obra y su persona. Descubrí en ella un intenso anhelo de comunicación y le di la oportunidad de explayarse. Yo entonces era un don nadie y he seguido siéndolo, pero aquellos minutos en su compañía me hicieron ver que con empeño y fe puede uno llegar a convertirse en un artista… naif. Lo demás es técnica.

——————————————-

Adenda

María Dolores Casanova Teruel nació en Almería en 1914 y ocupó un lugar destacado en el panorama artístico valenciano desde finales de los sesenta hasta bien entrados los ochenta. Murió el 8 de julio de 2007, prácticamente olvidada. Su pintura ingenua, de corte autobiográfico y carácter narrativo, ha seguido presente en diversas exposiciones colectivas, en el Museo de Arte Contemporáneo de Villafamés y, recientemente en el Centro de Arte Reina Sofía, que adquirió en 2022 una de sus últimas creaciones: Dama recostada (c. 1990-2003). Si estar presente en ese museo significa algo, Maria Dolres Casanova obtuvo finalmente el reconocimiento artístico que se le negó durante décadas.

Para saber más cosas de María Dolores Casanova remitimos al lector al estudio de Carmen Guiralt Gomar y Sofía Barrón: La pintura de María Dolores Casanova (1914-2007): estudio de su trayectoria y obra artística, aparecido en el número 43 de la revista Asparkía: Investigació feminista, de la Universitat Jaume I de Castellón (2023).


[1] De la autobiografía de María Dolores Casanova, reproducida por Juan Antonio Vallejo Nágera en su libro Naifs españoles contemporáneos. Madrid, 1975.